Líbrame, oh Señor, de los hombres malignos… Guárdame, Señor, de las manos del impío; protégeme de los hombres violentos, que se han propuesto hacerme tropezar (Salmos 140:1,4).
¡Hombres malignos, manos impías, hombres violentos y personas que deciden poner tropiezos a sus semejantes! El pasado siglo ha sido testigo de la realidad de este tipo de hombres. Todas las generaciones han tenido su porción de hombres perversos que han causado mucho daño al prójimo. Una maldad difícil de analizar si no la vemos en el espejo de la Escritura. La manifestación de la maldad supera el pensamiento humano, y nos introduce en la personificación de una naturaleza mala que hemos adquirido de un ente ajeno a nosotros mismos, pero que posee nuestra voluntad, cauteriza nuestra conciencia, enajena nuestros sentimientos y ejecuta su obra sin piedad. Cuando estos hombres malignos tienen en sus manos los resortes del poder, la capacidad de decidir sobre familias y naciones, mediante leyes igualmente perversas, estamos ante la liberación del infierno en la tierra. Demasiados episodios de la historia antigua y reciente así lo certifican. Nuestro hombre lo sabe. Conoce los procesos degenerativos del mal. Sabe que está amenazado por sus zarpazos en cualquier momento. Por ello exclama: líbrame, guárdame, protégeme. Jesús dijo a algunos hombres de su generación: Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer… Por ello nos enseñó a orar: No nos metas en tentación, líbranos del maligno. Hay un poder desatado en la tierra, a través de hombres perversos, que libera la maldad, y contra el que no tenemos fuerza para resistir. Solo el que ha vencido la naturaleza caída de pecado puede ayudarnos en esta desigual batalla. Todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado… Así que si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres”(Juan 8:34-36).
Padre, libra, guarda y protege a Israel de los hombres malignos, impíos y violentos, que quieren hacerla tropezar. También a nuestra nación. Amén.