Una naturaleza menospreciadora
Pero Jacob le dijo: Véndeme primero tu primogenitura. Y Esaú dijo: He aquí, estoy a punto de morir, ¿de qué me sirve, pues, la primogenitura? Y Jacob dijo: Júramelo primero; y él se lo juró, y vendió su primogenitura a Jacob. Entonces Jacob dio a Esaú pan y guisado de lentejas; y él comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la primogenitura (Génesis 25:31-34).
El hombre carnal menosprecia los privilegios del hombre espiritual. Se mofa de la herencia celestial porque su mirada está puesta en las cosas terrenales. Todo su pensamiento está orientado hacia los apetitos de la carne. Sus deseos más íntimos se dirigen hacia lo instantáneo, sin ver más allá de su necesidad actual. Eso fue lo que hizo Esaú.
Cada uno de nosotros llevamos dentro un menospreciador. La naturaleza menospreciadora muestra poco aprecio y estima hacia uno mismo o hacia los demás. En su origen primario procede de aquel que menospreció su posición original y quiso ser semejante a Dios. Los ángeles caídos no guardaron su dignidad, la abandonaron menospreciándola (Judas 6) y rebelándose contra la soberanía de Dios. De esa rebelión hemos bebido todos los hombres al introducirse la naturaleza de pecado. Dios la aborrece.
La historia posterior de los hijos de Isaac y Rebeca muestra que Esaú vivió para menospreciar a Jacob, perseguirlo y hacerle la vida difícil. La primogenitura era el derecho del hijo mayor a la herencia familiar. El hombre carnal menosprecia las realidades espirituales, tiene su mente puesta en las cosas de la tierra, solo le importa lo material: comer, beber, comprar, vender. Fue la característica de las generaciones de Noé y Lot.
Esaú menospreció la primogenitura, aunque luego quiso recuperarla, incluso con lágrimas, pero ya no hubo oportunidad. El menosprecio nos puede llevar a un punto irreversible de condenación. Si menospreciamos la sangre del nuevo pacto, y la tenemos por inmunda, pisoteándola, ya no queda más que una horrenda expectación de juicio que ha de consumir.
El hombre carnal se identifica por su menosprecio hacia los beneficios de Dios: la gracia, el perdón y la misericordia. Menosprecia también todo aquello en lo que no está involucrado. El egoísmo galopante que vivimos hoy hace que solo nos ocupemos de lo nuestro y aquello que está vinculado con nosotros. Todo lo demás no nos interesa. Nuestra sociedad está diseñada por intereses. Podemos ser atrapados por el Esaú que anida en nuestro interior, −el viejo hombre−, y menospreciar o descuidar una salvación tan grande (Hebreos 2:3).
La lucha interior puede llevarnos al menosprecio de la herencia eterna si solo tenemos nuestra mirada puesta en lo terrenal.