LAS CARTAS – Enseñanza apostólica (4)
Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados (Romanos 8:28).
Vivimos bajo los rudimentos de un mundo movible y perecedero. Los principios elementales del mundo están diseñados para su caducidad, por tanto, debemos alcanzar y elevarnos a los poderes del siglo venidero. Al intentarlo chocamos de frente con las limitaciones de nuestro cuerpo de muerte, del que hablamos en la anterior meditación. Se establece así un conflicto por querer y no poder. La frustración nos domina, acabamos rindiéndonos o exacerbando nuestra impotencia. De todo ello puede surgir la queja y el resentimiento oculto, imperceptible a veces, hacia el status quo. Buscamos un chivo expiatorio donde volcar nuestra derrota, en ocasiones elevamos la queja al cielo por las condiciones a las que nos vemos sometidos. Y así deambulamos perdidos entre el desánimo y la arrogancia. Nos movemos en una esquizofrenia sin descanso que nos azota aún más y empuja hacia el abismo.
En ese estado, en el que también se encontró antes el autor de la carta que meditamos, nos dice qué debemos saber. Hay algo que no sabemos y damos coces contra el aguijón por la ignorancia de los poderes del siglo venidero. Uno de esos poderes eternos es el amor. El amor es eterno, porque Dios es amor. Por tanto, lo que debemos saber es que a los que aman a Dios todas las circunstancias que acontecen en esta vida pasajera pueden reconducir nuestra existencia hacia un fin provechoso. Amar a Dios es darle gracias. Vivir en su temor nos da la sabiduría para afrontar el día malo, y una vez que acaba todo estar firmes. Firmes en la verdad de su palabra, porque el que ama a Dios guarda su palabra, la obedece. Entonces todas las cosas cooperan para bien.
Los que le aman penetran en las cosas que el ojo no ve, ni el oído oye, ni siquiera han subido al corazón del hombre, pero han sido preparadas para ellos (1 Co.2:9). Estos son conocidos por Dios (1 Co.8:3); sus vidas están delante de Él, porque está a mi diestra no seré conmovido (Sal.16 8 y Hch.2:25). Y como dice en otro lugar: Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre… con él estaré yo en la angustia; lo libraré y le glorificaré. Lo saciaré de larga vida, y le mostraré mi salvación (Sal.91:14-16). Porque debemos saber que a los que aman a Dios (primer mandamiento de su ley) encuentran la manera de amar también a su prójimo, y con ello sus vidas descubren la dimensión eterna de la generosidad y gratitud. La existencia entra en el propósito establecido: para alabanza de la gloria de su gracia. Y con ello, descansan en este desierto avanzando hacia la eternidad.
Amar a Dios es vivir agradecido por sus dones y beneficios plenamente.