Oh Señor, escucha mi oración, presta oído a mis súplicas, respóndeme por tu fidelidad, por tu justica (Salmos 143:1).
Hay algunos misterios de la vida de oración que nunca resolveremos debidamente. Sin embargo, eso no es justificación para abandonar una práctica que aparece por toda la Escritura. Nuestro hombre insiste en ser escuchado y respondido. Usa un lenguaje en el que parece dar a entender no estar seguro de que la súplica llegue al lugar adecuado, ni que la respuesta parezca estar en camino. Hay un tiempo cuando nuestras oraciones no alcanzan el nivel de convicción suficiente. Necesitamos apelar a ser oídos. No tenemos la seguridad de haber obtenido la atención de Dios. El Señor no está dormido como en el caso del dios Baal en el monte Carmelo. Pero la sensación que podemos tener en nuestro interior es de no alcanzar su trono. Muchos de los milagros de Jesús fueron a personas que llamaron su atención lo suficiente como para hacerle parar y reclamar su intervención. Era preciso clamar. Gritar más fuerte. Subirse a un árbol. Abandonar la posición y el decoro de las apariencias externas. El temor a la vergüenza. Miedo a ser rechazado o malinterpretado. El salmista apela aquí a la naturaleza fiel y justa de Dios. Como hizo Abraham en su intercesión por Sodoma: ¿En verdad destruirás al justo junto con el impío?… Lejos de ti hacer tal cosa… ¡Lejos de ti! El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia? (Génesis 18:23). Una vez más, conocer el carácter de Dios nos permite ser osados en la oración. Dios no puede negarse a sí mismo. Pero hay que sortear obstáculos. Romper barreras. Perseverar en la oración. No ceder hasta ser oído. Abandonar antes es aceptar la derrota. Necesitamos la importunidad. Perseverar hasta que el cielo responde a la tierra.
Padre, seguimos pidiendo por la restauración física y espiritual de Israel. También por España; lo pedimos por tu fidelidad y justicia. Amén.