Decadencia moral y espiritual
Vivimos en una sociedad decadente. Los valores no solo caen en la bolsa de Tokio o New York, sino en el mismo corazón de los creyentes. Es como si los diques de contención se estuvieran resquebrajando y agrietando, dando paso a una inundación que disuelve los fundamentos morales. Verdades que hasta hace poco tiempo eran terreno sólido y firme en las convicciones, en estos momentos se están diluyendo en el relativismo moral que ha impuesto la sociedad postmodernista.
Esta marea, que más parece un tsunami, está poniendo a prueba la fortaleza de nuestra fe y los fundamentos que la sostienen. Las nuevas generaciones de creyentes en Jesús y en las verdades bíblicas están muy adaptadas a la manera de pensar y vivir del presente siglo. Vemos una gran debilidad del hombre interior, −la vida espiritual−, que está actuando como disolvente de las convicciones, llevándonos a una permisividad nociva para el pueblo que debe ser luz y sal, y una pasividad que raya con la paralización.
Nos hemos adaptado, amoldado y conformado al estilo de vida mundano. Nos hemos rendido a la cultura del placer y la comodidad. Hemos asimilado métodos del sistema de este mundo, diseñado por el paganismo y la filosofía contraria a los valores y principios judeocristianos. Nos hemos dejado seducir por el silbido de la serpiente que susurra una vez más a nuestros oídos: «seréis como dioses», que nos desliza en la soberbia. Nos hemos confundido con el paisaje y perdido la fortaleza de nuestra fe, la fe que vence al mundo y su sistema de valores laxos, neutros en cuanto a moralidad, y relativista en cuanto a verdades absolutas.
El mundo nos ha vencido en muchos casos, y nuestra rendición la explicamos con argumentos eufemísticos como: «hay que adaptarse a los tiempos», «debemos ser abiertos a la sociedad, no fanáticos o radicales». Argumentos válidos en algunos casos, pero que han producido en buena medida la asimilación de una tolerancia a las formas de vida contrarias a las enseñanzas del Maestro. Nos hemos cansado de sufrir el rechazo por el evangelio y de ser impopulares y molestos, (buena parte de la nueva generación de creyentes ni sabe lo que es eso). No queremos molestar, ni ser raros, procuramos que no nos pongan etiquetas de retrógrados, conservadores o aburridos.
Hemos imitado los métodos comerciales de marketing para conseguir resultados a cualquier precio. El fin ha justificado los medios en muchos casos, y hemos recogido una cosecha de vanidad y arrogancia por los números. El brillo del poder por la cantidad nos ha cegado, olvidando la calidad de una vida rendida a la voluntad de Dios. Asistimos complacientes al espectáculo de respetar a políticos corruptos para mendigar un poco de reconocimiento y subvención. Vivimos muy lejos de aquellos profetas de la antigüedad que apuntaban con el dedo a los gobernantes que llevaban al pueblo lejos de Dios, y por tanto a sus juicios; y esto con el argumento de no meternos en política. Aquí no se trata de políticas de un signo u otro, sino de leyes impías que forman autopistas inmensas para el pecado de una nación, y por ello, un camino de muerte y destrucción. Está escrito: La justicia engrandece a la nación; mas el pecado es afrenta de las naciones [1].
Notas:
[1] – Proverbios 14:34
Próximo capítulo: La pérdida de integridad