Y sopló en su nariz aliento de vida
Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un ser viviente (Génesis 2:7).
En el primer libro de Moisés que conocemos como Génesis −principio− tenemos dos narraciones de la creación del hombre, una en el capítulo uno y otra en el capítulo dos. No son distintas sino complementarias. Hasta ahora hemos meditado sobre el capítulo uno, en adelante lo haremos en el capítulo dos.
Veamos, «Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un ser viviente». El hombre es una combinación entre el polvo de la tierra y el soplo de vida del Eterno. De esa combinación surge un ser viviente que se mueve en dos dimensiones, una física y otra espiritual. Esta es una diferencia esencial con los demás seres vivientes del mundo animal. El ser humano tiene una dimensión eterna que no tienen los animales. Ha sido creado a imagen de Dios. Fue hecho del polvo de la tierra. Su formación contiene elementos químicos predominantes como el oxígeno, carbono, hidrógeno, nitrógeno, calcio, fósforo, potasio, cloro, hierro, con el 65% de agua en su estado adulto.
Lo más notable es que el cuerpo, lejos de ser un conjunto estático de compuestos químicos, es un organismo vivo, dinámico, altamente organizado y magníficamente diseñado. Además de todo esto, se reproduce para asegurar la continuidad de la especie humana. Y a todo ello hay que añadirle la dimensión espiritual que permitió la comunión con el Creador desde el principio.
Algunos teólogos dividen al ser humano en dos partes: cuerpo y alma, pero lo que entiendo en las Escritura es que somos seres tripartitos: espíritu, alma y cuerpo (1 Tes. 5:23) (Heb.4:12). La vida del hombre, en toda su plenitud, surge de Dios, el Autor y Dador de la vida. Juan dice que «en El (el Mesías) estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn.1:4). El soplo de vida de Dios en el primer ser humano le hizo consciente del mundo natural en el que había sido puesto, le dio conciencia de sí mismo, de su entorno, y del Creador. Ambos mantenían una relación amistosa y provechosa.
El hombre estaba vestido de la gloria de Dios. Tenía una función que acometer: labrar la tierra y cultivarla, poner nombre a todos los animales. Vivía en un medio que contenía todo lo necesario para su sustento. Aunque, como veremos más adelante, Hashem se dio cuenta que necesitaba algo más.
Dios sopló aliento de vida en el hombre y fue un ser viviente.