Bendice, alma mía, al Señor. Señor, Dios mío, cuán grande eres… El estableció la tierra sobre sus cimientos, para que jamás sea sacudida… El hace brotar manantiales en los valles… El riega los montes… El hace brotar la hierba… las plantas… y alimento… los árboles… los montes altos… El hizo la luna… el sol… Sale el hombre a su trabajo, y a su labor hasta el atardecer… Todos ellos esperan en ti, para que les des su comida a su tiempo. Tú les das, ellos recogen; abres tu mano, se sacian de bienes. Escondes tu rostro, se turban; les quitas el aliento, expiran, y vuelven al polvo. Envías tu Espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra (Salmos 104).
Cuando contrastamos la adoración y gratitud del salmista, con la generación de hombres que menciona el apóstol Pablo en Romanos 1, vemos que hay dos tipos de personas muy distintas en la tierra. El primero bendice, el segundo detiene con injusticia la verdad. Nuestro hombre adora en Espíritu y verdad; el que menciona Pablo no le honra como Dios, ni le da gracias, sino que se hace vano en sus razonamientos, y cambia la gloria de Dios por una imagen de hombre corruptible, vende la verdad de Dios por la mentira, y adora y sirve a la criatura en lugar del Creador. Esta ingratitud e idolatría tuvo como resultado ser entregados a pasiones degradantes y una mente depravada. Nuestra sociedad ha regresado de forma mayoritaria a esa manera de razonar necia, y los resultados los padecemos en todo el continente. Nuestro hombre cantará al Señor mientras viva, cantará alabanzas a Dios mientras exista, meditará en Él y se alegrará en el Señor (versículos 33,34).
Dios de toda creación, te damos gracias por tu bondad y maravillas para con los hijos de los hombres. Perdona nuestra maldad y llévanos a la cordura de una vida agradecida. En el nombre de Jesús. Amén.