Un conflicto de leyes contradictorias
Porque en el hombre interior me deleito con la ley de Dios, pero veo otra ley en los miembros de mi cuerpo que hace guerra contra la ley de mi mente, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros (Romanos 7:22-23).
La terminología que usa el apóstol Pablo en este pasaje es llamativamente belicosa. Habla de una guerra interior entre miembros del mismo cuerpo, incluyendo prisioneros. En ocasiones hablamos de «almas atormentadas» refiriéndonos a personas con un conflicto interno especial. Tenemos centros psiquiátricos donde las internamos, y en ocasiones decimos que hay mas «locos» fuera que dentro. Hemos hecho una lista de comportamientos aceptables que la sociedad reconoce como tales, y otros que son un peligro para la convivencia. Desde luego las autoridades deben tomar medidas para mantener la ley y el orden, impidiendo comportamientos nocivos que puedan destruir la sociedad.
Sin embargo, damos por bueno o tolerable actitudes que son igualmente perniciosas, como por ejemplo el egoísmo, la codicia, las ambiciones y desigualdades abiertamente dañinas en toda convivencia. Pero, «no hay justo, ni aún uno… todos se han desviado, a una se hicieron inútiles; no hay quién haga lo bueno, no hay ni siquiera uno… Todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios» (Rom. 3:10-12,23).
Al hacer una lista de «buenos y malos» damos por sentado que hay personas a las que no parece afectarles la guerra de la que habla Pablo en Romanos 7, pero todos sabemos que eso no es así. Todos sufrimos el conflicto interno con la naturaleza de pecado. El hombre interior, el espiritual, se deleita en la ley de Dios, pero hay otra ley que se revela y hace la guerra entre los mismos miembros de nuestro ser, afecta a los miembros y a la mente, y el resultado de esa lucha es acabar en una prisión invisible que actúa en nuestro cuerpo, haciendo obedecer una ley de pecado opuesta a la ley de Dios.
Ahora podemos comprender mejor el lenguaje de Jesús en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar el evangelio a los pobres. Me ha enviado para proclamar libertad a los cautivos… para poner en libertad a los oprimidos…» Son, —somos—, los prisioneros de la ley del pecado, apresados en calabozos de iniquidad interior.
La batalla interior de la persona, −el conflicto invisible del ser humano−, comienza a resolverse cuando identificamos la prisión en la que estamos y al libertador que necesitamos. El Hijo del Hombre vino a ponernos en libertad.