Un altar de gratitud (2)
Luego se pasó de allí [Abram] a un monte al oriente de Betel, y plantó su tienda, teniendo a Bet-el al occidente y Hai al oriente; y edificó allí un altar al Señor, e invocó el nombre del Señor (Génesis 12:8)
La fe bíblica es una invocación. Esa invocación es de un nombre, el nombre de Dios en sus múltiples facetas, una confesión de viva voz que brota de la fe del corazón y que ata a la persona a la divinidad y sus mandamientos. En el caso de la fe judía es la Shemá, que dice: Escucha Israel, Hashem es nuestro Dios, Hashem es Uno (Deuteronomio 6:4). Los profetas de Israel la concretaron en esta expresión: Y todo aquel que invocare el nombre de YHVH será salvo (Joel 2:32). Recogido en el primer discurso del apóstol Pedro el día de Pentecostés: Mas esto es lo dicho por el profeta Joel: Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne… Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo (Hechos 2:16,17,21). Una versión más amplia la encontramos en la enseñanza del apóstol Pablo: Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa [se invoca] para salvación (Romanos 10:9-10); resumiéndolo un poco más adelante con las mismas palabras de Joel y Pedro: porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo (Romanos 10:13).
Esta verdad central la encontramos en la vida Abraham y los patriarcas. Ellos construyeron altares donde invocaron el nombre del Altísimo que se les había revelado como el único Dios. Esa invocación significa esconderse bajo la protección del Todopoderoso, poner nuestras vidas en sus manos, andar nuestro peregrinaje bajo la sombra de sus alas, escondidos en la habitación que crea nuestra confesión/invocación de corazón y fe. Como dice el salmista: El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo al Señor: esperanza mía, y castillo mío; mi Dios en quién confiaré (Salmos 91:1,2).
Esa invocación fue liberada en mi vida el verano de 1980 estando en un culto de oración en la iglesia pentecostal de Lérida. Durante más de una hora mi oración/invocación/proclamación fue: ¡Gracias Señor! Todo mi ser fue conmovido ese día y una gratitud inmensa brotó de mis labios que me transformó para siempre. Salí de aquella reunión para regresar al cuartel, donde realizaba mi servicio militar, con el deseo ferviente de hablar a todo el mundo de la fe en el Hijo de Dios, de Jesús, el que me había salvado. La gratitud había comenzado su obra de transformación en mi vida.
Levantar un altar de gratitud al Señor, invocando su nombre, colocará nuestras vidas bajo la sombra de sus alas, escondidos en Él.