El hombre es semejante a un soplo; sus días son como una sombra que pasa (Salmos 144:4).
Una afirmación taxativa. El hombre es… sus días son. En otro de los salmos encontramos la pregunta: ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el hijo del hombre para que lo cuides? (Salmo 8:4). La filosofía ha buscado con sinceridad respuestas a las grandes preguntas del hombre. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿A dónde va? ¿Cuál es el propósito de nuestra existencia? Preguntas que cada generación se hace. Acumulamos conocimiento de todo tipo. Logramos avances tecnológicos impresionantes, sin embargo, las preguntas esenciales de la vida quedan sin resolver. A unos argumentos y filosofías se superponen otros. Las Escrituras nos dan respuestas convincentes aunque nos resistamos a su simplicidad aparente. Todos sabemos de nuestra fragilidad. De la temporalidad que atormenta al ser humano. Sin embargo, pasamos la vida atrapados en afanes incesantes. Buscamos tesoros materiales que dejamos al partir. Pretendemos levantar un nombre que trascienda nuestra finitud. Construimos pirámides. Levantamos imperios. Pero se mantienen la incertidumbre, el temor y la amenaza de la muerte. Somos un soplo. El aliento de vida de Dios. Antes de ese soplo, barro. Dios ha colocado un tesoro en ese vaso de barro, la perla de gran precio, el Espíritu eterno. Si nos falta su aliento perecemos. Nuestros días pasan como una sombra. La esperanza está en Jesús, que ha sacado a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio. Por tanto, aunque este hombre exterior se desgasta pronto, tenemos una casa no hecha de manos, eterna en los cielos (2 Corintios 5:1). El hombre necesita a Dios. Además, debemos comprender que: escondes tu rostro, se turban; les quitas el aliento [espíritu], expiran, y vuelven al polvo. Envías tu Espíritu, son creados (Salmos 104:29,30).
Padre amado, necesitamos tu aliento de vida, y comprender nuestra necesidad de ti todos nuestros días. Gracias por tu Espíritu. Amén.