La gloria (es) de Dios (4)
Isaías dijo esto cuando vio su gloria, y habló acerca de él. Con todo eso, aun de los gobernantes muchos creyeron en él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios (Juan 12:41-43).
El mensaje del evangelio va dirigido al epicentro del corazón del hombre; pero ese corazón se ha corrompido y ha sido separado de la gloria de Dios. Por tanto, necesita un mediador, uno que pueda satisfacer la justicia de Dios, y el Santo de Israel pueda acercarse al quebrantado y humilde de espíritu —corazón— para vivificarlo dándole una nueva vida (Isaías 57:15). Esta es una síntesis del evangelio cuyo fundamento encontramos en los profetas y anunciado por los apóstoles, siendo la piedra angular Jesús mismo.
El tropiezo está en la actitud que vio Isaías en el pueblo de Israel de su generación. Su corazón se había engrosado, perdiendo la sensibilidad necesaria para oyendo el mensaje profético entenderlo y aceptarlo obteniendo salvación. El tropiezo está, no en el mensaje, sino en el corazón endurecido o humillado de quien escucha la proclamación del reino. Nuestro texto unifica la realidad de la sociedad del profeta Isaías con la generación en la que se encarnó el Hijo de Dios. En ambas había personas endurecidas a quienes no les aprovechaba el mensaje, y otras que oían con fe recibiendo de buen corazón dando fruto para la gloria de Dios. Esta sigue siendo la clave para nosotros también.
Cuando oímos la voz del evangelio podemos endurecernos o humillarnos reconociendo nuestra necesidad de recuperar la gloria perdida. El apóstol Juan observa en su evangelio que hay otro tipo de personas, quienes reconocen la mesianidad de Jesús, creen en él, pero sigue teniendo más fuerza en sus corazones el temor de los hombres que el temor de Dios; aman más la gloria de los hombres que la gloria de Dios. Aunque creen no les ha amanecido (Isaías 8:20).
La potencia y liberación de la salvación, aquella que irrumpe en nuestra naturaleza y la transforma, que nace de nuevo siendo creada en justicia y santidad de la verdad, es la que confiesa con su boca lo que cree en su corazón. Muchos de los gobernantes del tiempo de Jesús creían en él, pero tenían miedo de los fariseos, (el sistema religioso y todas sus ramificaciones), y no lo confesaban para no ser expulsados de la sinagoga, el sistema que aún los dominaba. Y esa fuerza, —dominio—, venía del núcleo central de su amor: amaban más la gloria de los hombres. El mandamiento es inequívoco: Amarás a Dios con todo tu corazón. En el evangelio se cree para justicia y se confiesa para salvación. Y nuestra confesión tiene consecuencias: Jesús es el Señor.
El conflicto está servido: Amar la gloria de Dios o la gloria de hombres.