Hay días cuando el temor nos azota. Es inevitable experimentar esta emoción paralizante. El temor tiene en sí mismo el castigo. Golpea nuestra alma y la turba. Hechiza nuestros sentidos y neutraliza la fe del corazón. En ocasiones, antes de saber el por qué del temor ya nos ha llegado el zarpazo de su dolor. Percibimos, respiramos, olemos y notamos que la atmósfera tenebrosa del temor nos ha invadido y amenazado. Esos días se pone a prueba la consistencia y durabilidad de nuestra fe. El salmista David vivió tantos días que contenían una ingente cantidad de temor como para neutralizar su vida, sin embargo, su actitud ante el temor fue de confianza. Confianza en Dios y en su palabra. En Dios, cuya palabra alabo, en Dios he confiado, no temeré. ¿Qué puede hacerme el hombre? (Salmos 56,4). Todos podemos quedar paralizados en un momento por el temor, pero los que han entrenado sus vidas para confiar en Dios levantan de su corazón la fe que supera el miedo. Muchos hijos de Israel nos han enseñado en tantas ocasiones a superar los miedos confiando en su Dios, y sus testimonios están escritos para nuestra consolación y fe.
Gracias Padre, Dios de Israel, por el testimonio de la fe y confianza de tu pueblo en tantas ocasiones para la fortaleza de nuestra fe. Amén.