LAS CARTAS – Enseñanza apostólica (3)
¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro (Romanos 7:24-25).
Las mayores preocupaciones que acumulamos nada más nacer tienen que ver con el cuerpo físico. Evitar enfermedades, alimentarlo bien, cuidarlo en sus múltiples necesidades, que crezca sano y fuerte; y una vez que pasamos la infancia y nos adentramos en el desarrollo de nuestra vida sigue siendo una prioridad esencial conocer nuestro cuerpo, sus limitaciones, sus posibilidades, y especialmente pronto se presenta la realidad de nuestra temporalidad. El cuerpo físico se va deteriorando, procuramos retrasar su decadencia con ejercicio físico, con atuendos multicolores, maquillaje, cirugía plástica; nos preocupamos por una alimentación sana y equilibrada, en muchos casos al precio de caer en la idolatría del culto al cuerpo, la obsesión por no engordar y mantener una imagen saludable y atractiva que nos proteja del rechazo de una sociedad ciega, que solo piensa en lo terrenal, donde las apariencias son el rey de la aceptación y la imagen externa sobredimensionada ocupa el trono del culto a la vanidad. Nos entregamos con voluptuosidad y extremismos a vivir alrededor de las necesidades físicas y materiales despreciando el centro neurálgico de donde emana la verdadera vida: el corazón, nuestra alma.
De que aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma. Finalmente acabamos pidiendo en muchos casos la eutanasia, cuando nuestro cuerpo ya no sirve a pleno rendimiento, cuando caemos en postración por enfermedades o el deterioro natural de un vaso que envejece perdiendo las facultades que un día nos hizo el centro de todas las miradas. Como león viejo sin reino, abandonado por los suyos, tenemos que dar paso a la pujanza de la juventud energizada para retomar el ciclo vital. Y así generación va y generación viene.
El apóstol culmina la lucha interior que ha expuesto en Romanos 7 con un clamor: ¡Miserable de mí! ¡Quién me librará de este cuerpo de muerte? Ha llegado a la rendición. No puede más. Está exhausto de tanto luchar sin conseguir domesticar una naturaleza pecaminosa y un cuerpo mortal que se impone con tiranía sobre todos sus ideales. Hasta aquí el gemido natural de todo ser humano. La frustración e impotencia de no poder frenar el deterioro inexorable de su vida mortal. Pero hay confianza, porque hay esperanza. Hay uno que se ha levantado venciendo la muerte y su poder degenerativo, por tanto, el apóstol puede elevar su grito de triunfo: Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. El Señor de la vida ha resucitado, venciendo al último y peor enemigo del hombre, para redimir su cuerpo en victoria.
Gratitud y alabanza por la redención de nuestro cuerpo mortal.