Has alejado de mí mis amistades, me has hecho objeto de repugnancia para ellos; encerrado estoy y no puedo salir… oh Señor, cada día te he invocado, he extendido mis manos hacia ti… (Salmos 88:8-9).
Hemos dicho que este salmo nos introduce en lo que los místicos antiguos llamaron la noche oscura del alma. Es una sensación de abandono total. En esas circunstancias solemos mirar y esperar de los más cercanos, de nuestras amistades verdaderas, un poco de aliento para seguir respirando, un halito de comprensión y consuelo para poder dar el siguiente paso. Sin embargo, nuestro hombre reconoce que ha sido Dios mismo quién los ha alejado de sí. Ha venido a ser objeto de repugnancia y rechazo. Está encerrado en la cárcel del ostracismo y no encuentra salida. ¿Cómo es posible, si cada día ha estado invocando su nombre, y extendiendo sus manos al Señor? No ha dejado sus disciplinas, es constante en la oración, pero no parece ser suficiente. No hay explicación. Un gran interrogante aparece en su alma. Es tiempo de tinieblas. El salmista no decide abandonar, sino preguntar y esperar…
Padre, seguimos siendo tus hijos en medio del dolor del rechazo. Nos aflige tanta incomprensión, pero seguimos esperando en ti porque mejor es caer en manos de Dios que en manos de los hombres (2 Samuel 24:14). Amén.