LOS EVANGELIOS – Las buenas obras le glorifican (4)
Y ellos vinieron a Jesús y le rogaron con solicitud, diciéndole: Es digno de que le concedas esto; porque ama a nuestra nación, y nos edificó una sinagoga (Lucas 7:4,5).
Podemos errar el tiro fácilmente cuando pretendemos amar a Dios sin hacerlo al prójimo. No podemos amar a Dios y aborrecer a nuestros semejantes. Procuramos justificarlo de múltiples formas, pero ninguna válida. Tampoco podemos decir que amamos a Dios y rechazamos a su pueblo. El amor y la fe se manifiestan en obras, obras que glorifican a Dios, obras que deben verse manifestadas de manera práctica.
Y aquí encontramos un ejemplo en el centurión romano. Este hombre tenía un siervo (su prójimo) a quien quería mucho, y había enfermado a punto de morir. Cuando oyó hablar de lo que Jesús hacía, sanando a los enfermos y a todos los oprimidos por el diablo, envió una pequeña embajada a buscarle para que lo sanara. El testimonio que dieron al Maestro estos enviados ancianos judíos fue que era digno de ser atendido, (seguramente sabían que Jesús había dicho ser enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel), porque había manifestado de forma práctica su amor a Israel edificando una sinagoga, recordando la promesa hecha a Abraham, que serían bendecidos los que le bendijeran (Gn.12:3). Este amor del centurión por Israel se culminó con la sanidad de su siervo.
Poco después vemos a una mujer, apodada, «pecadora», (sin saber que todos somos pecadores y destituidos de su gloria), que viene a Jesús. Y lo hizo con un corazón desbordante de amor por lo que había oído que el Maestro hacía y enseñaba. Trajo lo mejor que tenía, un frasco de alabastro con perfume, para unirlo con sus lágrimas y cabellos que besaban y secaban los pies del Señor. Un corazón lleno de gratitud sin saber aún la respuesta que encontraría, aunque conocía en su interior la bondad del Señor. Simón el fariseo estaba inquieto por el contraste con su propia actitud distante y fría que había mantenido con su anfitrión. El colofón lo puso Jesús reconociendo en la mujer la contrición de su corazón por sus muchos pecados enterrados a sus ojos por el gran amor que le mostró. La gratitud expresada por la mujer arrancó del Maestro este final: Tu fe te ha salvado, ve en paz.
Que distinta la actitud de esta mujer con la de aquel otro fariseo de la parábola en la que oraba consigo mismo, creyendo ser mejor que los demás, y usando un lenguaje de falsa gratitud evidenciando la dureza de su corazón. Su oración fue esta: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres… Estableciendo, así, una distancia mediante obras muertas que se apartan del espíritu de las verdaderas obras de justicia.
La calidad de nuestras obras expone nuestra verdadera gratitud.