Sacrificios de alabanza y gratitud (16)
Te exaltaré, mi Dios, mi Rey, y bendeciré tu nombre eternamente y para siempre. Cada día te bendeciré, y alabaré tu nombre eternamente y para siempre (Salmos 145:1,2).
El rey David, cuyo reinado fue piedra angular de la historia antigua de Israel, vivió sabiendo que había un trono con un Rey cuya grandeza es inescrutable. Puso siempre al Señor delante de él, sabía que estaba a su diestra por lo que tuvo la certeza de no ser conmovido (Salmos 16:8). Esas palabras impactaron al apóstol Pedro que las recogió en su discurso el día de Pentecostés: Porque David dice de él: Veía al Señor siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido (Hechos 2:25). David fue el dulce cantor de Israel (2 Samuel 23:1). Su vida de adoración, alabanza y gratitud llegó hasta los últimos instantes de su tiempo en esta tierra. En las últimas palabras que salieron de su boca profetizó que habrá un justo que gobierne entre los hombres (2 Samuel 23:2,3); un Rey para todas las naciones desde Jerusalén. El Deseado de todas las naciones. Ese Rey entronizado lo tiene siempre delante de sí. Su mirada está fija en él. Como dice la Escritura: puestos los ojos en Jesús. Y en otro lugar se nos exhorta: Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mirada en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Colosenses 3:1-3).
Todo el salmo que estamos meditando exalta la grandeza de Dios, el Rey. Porque es grande y digno de suprema alabanza (3). Sus hechos son poderosos para anunciarlos de generación en generación (4). De su poder y hechos estupendos hablarán los hombres (6). Es Rey clemente y misericordioso lento para la ira y grande en misericordia (8,9). Su reino está lleno de gloria y poder (11); es para todos los siglos, y su señorío para todas las generaciones (12,13). Los ojos de todos esperan en él para que les de su comida a su tiempo; abre su mano y colma de bendiciones a todo ser viviente (15,16). Sostiene a todos los que caen, y levanta a los oprimidos (14). Está cercano a todos los que le invocan, a quienes lo hacen de verdad, con todo su corazón (18). Oirá el clamor de ellos y los salvará. Guarda a todos los que le aman (19,20). Por todo ello, nuestro hombre abre su boca en alabanza para proclamarle, animándonos a todos para que hagamos lo mismo, bendiciendo su nombre eternamente y para siempre (21). Así comenzó el salmista y termina de la misma manera: Te exaltaré, mi Dios, mi Rey, y bendeciré tu nombre eternamente y para siempre. Cada día te bendeciré y alabaré tu nombre.
Viendo la magnificencia del Rey sublime y eterno solo podemos expresar nuestro reconocimiento en alabanza y gratitud exuberante.