La gloria (es) de Dios (5)
¡Yo soy el Señor; ése es mi nombre! No le daré mi gloria a nadie más, ni compartiré mi alabanza con ídolos tallados (Isaías 42:8 NTV).
La gloria del Dios de Israel es incomparable. En un mundo caído como el nuestro hay una competencia desleal manifiesta en buscar gloria, sea esta por nuestro aspecto físico, nuestro poder adquisitivo, por las obras de nuestras manos y por muchos otros objetivos que marcan el propósito de la existencia humana. Existe también una rivalidad evidente por establecer dominio sobre naciones y recursos naturales y para ello se emplean todo tipo de estrategias, manipulaciones y engaños, culminando en muchas ocasiones en conflictos armados. Como diría el apóstol: ¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? (Santiago 4:1).
Hay también una pugna espiritual por conquistar el alma humana mediante poderes espirituales y gobernadores de las tinieblas para conseguir nuestra adoración, lo que equivale a nuestro sometimiento y servicio. La gloria de Dios las supera ampliamente a todas ellas. El Dios de Israel no comparte su gloria con nadie más. Es celoso de ella porque significa honor, alabanza y estima, por un lado; y también brillo y esplendor por otro. Son los dos significados con los que aparece en la Escritura. El término que se usa para denominarla es Shekiná, que proviene de la palabra hebrea shakan, que significa permanecer, morar. La Shekiná se refiere a la gloria de Dios, su presencia visible, y se traduce por «gloria» o «luz» divina. Jesús es la manifestación de la gloria de Dios, la luz verdadera que alumbra a todo hombre; es la gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (Juan 1:9,14). No hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres para manifestar la gloria de Dios y su propósito redentor.
Como dice el profeta: ¡Yo soy el Señor; ése es mi nombre! No le daré mi gloria a nadie más, ni compartiré mi alabanza con ídolos tallados. Y los que se oponen a este propósito esencial de la revelación de Dios están en rebelión contra él. Por ello la idolatría es la consecuencia de obstinarse en buscar otras glorias y adorarlas. La rebelión es como pecado de adivinación (1 Samuel 15:23), penetrando en el mundo invisible oculto desobedeciendo al Soberano y Rey del universo. Esa fue la penetración del ocultismo que abrió la serpiente a los ojos del primer hombre fascinándolo. Este fue su mensaje: serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios… (Génesis 3:5). Por los mismos ojos entra la vana-gloria de la vida (1 Juan 2:15-17) y sus falsas adoraciones que pretenden usurpar la gloria del Dios único. El mandamiento es claro: Al Señor tu Dios adorarás… y servirás.
Adorar a Dios es el mejor refugio para combatir la vanagloria humana.