HECHOS – La práctica apostólica (1)
Ellos, después de haberle adorado, volvieron a Jerusalén con gran gozo; y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios (Lucas 24:52,53).
El don inefable y glorioso acabó su obra y fue entronizado en el cielo. Ahora tocaba el turno a los discípulos que durante tres años habían sido preparados para la obra que se les había encomendado. De la misma manera que el Padre encomendó la misión al Hijo, ahora el Maestro ha comisionado a los apóstoles para realizar la obra de Dios mediante el poder del Espíritu Santo que debían esperar en la ciudad de Jerusalén. La obediencia los condujo al templo para esperar del cielo al Consolador, el Espíritu de verdad que los guiaría a toda verdad, les recordaría las cosas que el Señor les había enseñado y los capacitaría para ser sus testigos ante el pueblo de Israel y las naciones del mundo.
La actitud de los discípulos fue de alabanza y gozo mientras esperaban el cumplimiento de la promesa. Habían superado el temor y la incredulidad de los días previos, la gran hora de la prueba que vino sobre ellos cuando fueron zarandeados, introducidos en el día de más densa oscuridad, habían visto al Maestro resucitado, y tras algún tiempo de titubeo y perplejidad, comieron con él y oyeron durante cuarenta días sus enseñanzas sobre el reino de Dios. Ahora llenos de gozo y alabanza esperan. Tienen esperanza.
Y venido el día de Pentecostés, todos fueron llenos del Espíritu y comenzaron su labor de anunciar el evangelio, el mensaje más poderoso que ha conocido la humanidad. La alabanza fue un factor predominante en aquellos días. Alababan a Dios y tenían el favor de todo el pueblo (Hch.2:47). Dios daba testimonio a su palabra concediendo que se hicieran milagros y sanidades por mano de los apóstoles (Mr.16:20). Un cojo de nacimiento fue sanado a la puerta del templo y se juntaron las multitudes. Pedro lo aprovechó para seguir proclamando la palabra. El cojo sanado entró con ellos en el templo, andando, y saltando, y alabando a Dios (Hch.3:8). Y todo el pueblo lo vio andar y alabar a Dios.
El movimiento iniciado con Juan el Bautista y establecido por el Mesías no solo no se detuvo, sino que siguió avanzando poderosamente en Jerusalén, por ello las autoridades pronto se sintieron amenazadas por el nuevo movimiento y trataron de frenarlo, reconducirlo o paralizarlo. Cuando vieron la firmeza de aquellos hombres y mujeres sin letras determinados a afrontar las consecuencias de su fe, los temores de las autoridades se convirtieron en persecución, y ésta no hizo más que potenciar el gozo de los discípulos, por haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre (Hch. 5:41). La alabanza y gratitud quedaron establecidas en sus vidas.
La fe de los apóstoles fue una continuidad de la enseñanza de Jesús.