Porque grande es el Señor, y muy digno de ser alabado; temible es El sobre todos los dioses. Porque todos los dioses de los pueblos son ídolos, mas el Señor hizo los cielos (Salmos 96:4,5).
La grandeza de Dios, el Dios de Israel, no tiene comparación posible. Es el único digno de ser alabado por todas sus criaturas, por cuanto hizo los cielos. Todos los demás dioses son usurpadores de la adoración que pertenece solo a Dios. Detrás de los ídolos hay ángeles caídos, convertidos en demonios, que pretenden robar la gloria a Dios. El Señor se muestra celoso y temible ante esta pretensión. No comparte su gloria. Las Escrituras dejan claro la necedad de adorar ídolos. Se nos insta a huir del pecado de idolatría. Es tomar parte de la rebelión, la usurpación y la gloria que solo pertenece a Dios. ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo! El becerro de oro se constituyó en objeto de pecado (Deuteronomio 9:21), hizo prostituirse al pueblo y atrajo la ira de Dios y Moisés. Fue convertido en polvo y echado al arroyo. Dios debe ser el objeto de nuestra alabanza (Deuteronomio 10:21), el centro de nuestra adoración. Su trono es eterno. Su cetro, cetro de justicia. Los que le adoran en Espíritu y en verdad enfrentarán la ira de los dioses falsos, y su falsa adoración, pero participarán de la naturaleza divina.
Padre, tu eres grande y sublime, el Altísimo, el Eterno. Nos rendimos a tu grandeza y te exaltamos para siempre, en el nombre de Jesús. Amén.