En las Cartas (VIII) – 2 Pedro (1)
Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad (2 Pedro 1:16)
Nuestra próxima parada será en la segunda carta del apóstol Pedro, donde encontramos algunos datos más sobre su venida. Pero antes revisemos algunos de los textos que aparecen en las cartas anteriores.
En la primera a Timoteo vemos al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, a quien sea el honor y la gloria por todos los siglos (1 Tim.1:17). Este parece ser uno de los cantos especiales de la iglesia primitiva en sus oraciones y alabanzas. En la misma carta el apóstol Pablo insta a los discípulos del Señor a guardar el mandamiento sin mácula, hasta la aparición de nuestro Señor, el Soberano, Rey de reyes y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad y habita en luz inaccesible (1 Tim.6:13-16).
En la siguiente carta a Timoteo el apóstol pide al discípulo que se acuerde del Mesías, que era del linaje de David, y que fue resucitado de los muertos según el evangelio (2 Tim.2:8). Le recuerda que si sufrimos con él, también reinaremos con él (2:12). Una vez más se establece el vínculo entre reinar con Cristo y los padecimientos por el reino. El Señor juzgará a los vivos y los muertos en su manifestación y en su reino (2 Tim. 4:1). Y el apóstol recuerda que el Señor que le ha librado de toda obra mala, le preservará para su reino celestial (4:18). Tenemos aquí una apelación posterior al reino mesiánico.
Luego en la epístola a los Hebreos vemos al Hijo entronizado; superior a los ángeles; centro de la adoración celestial (Heb.1:6); muestra clara de su divinidad. El cetro de su reino es de equidad y justicia (1:8,9), enlazando con el mensaje de los profetas sobre su reino en Jerusalén. Aparece en esta carta Melquisedec, una figura del Mesías, con los títulos de Rey de justicia, Rey de Salem (Jerusalén), y Rey de paz (7:1,2). Para culminar con el mensaje de la remoción de todas las cosas movibles, como cosas hechas, para que queden las inconmovibles.
El reino de Dios es un reino inconmovible que hemos recibido y tendrá su manifestación futura en Jerusalén primeramente; por tanto, debemos vivir con gratitud, sirviendo el tiempo que nos resta agradando a Dios con temor y reverencia (12:27-29). Somos herederos del reino, dice la carta de Santiago, dirigiéndose a las doce tribus en la dispersión, y que ha prometido a todos los que le aman (Santiago 2:5).
El reino venidero no se sostiene sobre fábulas artificiosas, sino sobre el testimonio de los profetas y apóstoles que vieron su majestad.