¿A quién tengo yo en los cielos, sino a ti? Y fuera de ti, nada deseo en la tierra… Mas para mí, estar cerca de Dios es mi bien; en Dios el Señor he puesto mi refugio, para contar todas sus obras (Salmos 73:25,28).
Vivir en la tierra con la trascendencia del cielo. Estas palabras del salmista suenan extrañas en una sociedad materializada como la nuestra. Todos los pensamientos del hombre postmoderno están dirigidos hacia sí mismo, lo que le rodea, sus intereses, hacer tesoros en la tierra, centralizar su vida alrededor de las pasiones de su alma. Cuyo dios es su apetito… los cuales piensan sólo en las cosas terrenales (Filipenses 3:19). El culto al cuerpo, adorar lo creado en lugar de al Creador. Comer, beber, divertirse, botellón, pasiones carnales, morir. ¡Cómo me recuerda los días de Noé, los días de Lot en Sodoma y los días de la venida del Hijo del Hombre… los nuestros! Sin embargo, el adorador tiene su mirada en el cielo, en el trono de la gracia. A la diestra del trono está su Señor exaltado, glorificado; él es su verdadero tesoro. Toda la adoración en el Apocalipsis se focaliza en ese lugar: al que está sentado en el trono y al Cordero de Dios. Me temo que en muchos casos hemos cambiado de adoración. Hemos vuelto a adorar a los dioses de plata y oro, al becerro, la fiesta y diversión. Más para mí, estar cerca de Dios es mi bien.
Padre, te adoramos. Tus moradas son nuestro deleite. Estar contigo es nuestro bien. Amén.