… Y que fue declarado Hijo de Dios con poder, conforme al Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos: nuestro Señor Jesucristo (Romanos 1:4).
En estas meditaciones ya hemos visto ampliamente la operación del Espíritu de Dios en la vida de Jesús. Fue ungido con el Espíritu Santo y con poder, y anduvo haciendo bienes, sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Jesús nació sin relación con el pecado. Fue engendrado, no creado, por el Espíritu Santo, en el vientre de María. El día de su bautismo, para que se cumpliera toda justicia (Mt.3:15), fue declarado Hijo de Dios. Vino una voz del cielo que dijo: «Este es mi Hijo amado en quien me he complacido».
El cielo confirmó que Jesús es el Hijo de Dios. Había nacido, según la carne, de la descendencia de David, pero fue declarado Hijo de Dios con poder, conforme al Espíritu de Santidad, por la resurrección de entre los muertos. Es decir, la muerte no pudo retenerlo porque no había pecado en él, aunque cargó con el pecado de todos nosotros.
La resurrección certificó el hecho de que el Hijo de Dios no podía ser retenido en el reino de la muerte porque su naturaleza era justa y santa, sin pecado; y aunque ocupó nuestro lugar en el lago de fuego y azufre, en la bajada a los infiernos, el poder de la resurrección entró en él por cuanto se halló su Espíritu de santidad. Aquí tenemos el epicentro de nuestra victoria sobre el pecado. Jesús fue hecho pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él (2 Co.5:21).
Hubo un intercambio. Nuestra naturaleza pecaminosa fue juzgada en el cuerpo de Jesús, (al cargar con nuestra maldad), con un resultado doble: la muerte no pudo retenerlo porque su naturaleza era justa, sin pecado, y a la vez resucitó para nuestra justificación. Por eso podemos nacer de nuevo a una nueva vida. Pedro lo explica así: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quién según su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1 P.1:3).
El Espíritu de santidad que había en Jesús es el mismo Espíritu que ahora opera en todos los redimidos para que vivamos, por el mismo Espíritu, alejados del pecado. Andar en el Espíritu es vivir en santidad. Hemos sido santificados con la misma naturaleza nueva que Jesús ha sacado a vida por su resurrección.
Andar en el Espíritu es vivir en santidad. Vivir en santidad es andar en el Espíritu, vivir por el Espíritu, ser llenos del Espíritu.