Vosotros sabéis cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder, el cual anduvo haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con Él. Y nosotros somos testigos de todas las cosas que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén… le dieron muerte… Dios le resucitó al tercer día e hizo que se manifestara… Y nos mandó predicar al pueblo… (Hechos 10:38-43).
La perplejidad de Pedro no impidió que acompañara a los enviados por Cornelio obedeciendo así la voz del Espíritu que le había dicho: «Levántate, desciende y no dudes en acompañarlos, porque yo los he enviado». El Espíritu de Dios dirigiendo al apóstol, no el «apóstol» usando al Espíritu —cosa harto difícil, y los que lo intentan acaban siendo guiados por un espíritu de error—para impresionar a las multitudes. Este es el orden que vemos en el libro de los Hechos. Como está escrito en otro lugar: «Porque pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros…» (Hch.15:28).
Bien. Tenemos a Pedro siguiendo al Espíritu, detrás de tres desconocidos, que le conducen a casa de un gentil centurión romano. Puedo imaginar los problemas de conciencia de este judío celoso de guardar los mandamientos de Dios, yendo forzado a un escenario que nunca había imaginado, aunque el Señor había dicho que tenían que llevar el evangelio hasta lo último de la tierra, pero una cosa es escuchar un mensaje y otra vivirlo de forma práctica con las consecuencias imprevistas que no se pueden controlar.
Los gentiles que esperaban a Pedro, fieles a su tradición de idolatrar hombres (clásico en el paganismo), quisieron adorarle en un acto de extremo reconocimiento que el apóstol desautorizó por la influencia de la educación judía —ahora sí, necesaria para la ocasión— de no adorar a hombres si no solo a Dios: «Yo también soy hombre», dijo.
Las primeras palabras de Pedro en «esta reunión hogareña» fueron acerca de lo que estaba comenzando a entender: «Vosotros sabéis cuán ilícito es para un judío asociarse con un extranjero o visitarlo, pero Dios me ha mostrado que a ningún hombre debo llamar impuro o inmundo». La obra reveladora del Espíritu Santo estaba actuando en la conciencia de Pedro para comprender lo que no había entendido de la visión recibida en la oración. Cornelio, seguidamente, introduce su alocución contando la experiencia que había tenido hacía cuatro días. Ahora se colocan en posición de oír lo que Pedro tiene que decirles. Y comienza su predicación ante un auditorio expectante y receptivo al mensaje de la palabra de Dios.
La predicación de la palabra, siguiendo al Espíritu, fue y es esencial.