Cristo nos redimió de la maldición de la ley… a fin de que en Cristo Jesús la bendición de Abraham viniera a los gentiles, para que recibiéramos la promesa del Espíritu mediante la fe (Gálatas 3:13,14).
Dios trazó un plan de redención que introdujo en el mundo a través del llamamiento de un hombre: Abraham. Le dio las promesas de ser padre de multitud de naciones, y uno de sus vástagos sería la simiente portadora de la promesa de bendición para todos los pueblos. Después de la promesa vino la ley, nuestro ayo hasta la aparición del cumplimiento del tiempo. La ley tenía la sombra de los bienes futuros. Apuntaba hacia aquel que la cumpliría por nosotros, nos redimiría de la maldición por no poder cumplirla en su totalidad para satisfacer la justicia de Dios, resultando en nuestra justificación.
Las promesas y bendiciones fueron hechas a Abraham y su simiente, con el fin de que los gentiles —y por supuesto los judíos, que ya eran parte de la familia de Abraham y por tanto portadores de las promesas hechas a los padres— alcanzaran la bendición de Dios. ¿Y qué bendición era esa? Algunos creen que era una bendición económica por cuanto Abraham fue inmensamente rico. Pero no es eso lo que dice la Escritura que estamos meditando. Se refiere a la promesa del Espíritu recibida mediante la fe. Ese mismo mensaje fue el que predicó el apóstol Pedro en su discurso de Pentecostés: Así que, exaltado a la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís… y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa es para vosotros y para vuestros hijos y para todos los que están lejos, para tantos como el Señor nuestro Dios llame (Hch. 3:33,38,39).
El Espíritu Santo nos conecta con el pacto hecho por Dios con Abraham y su simiente, la cual es Cristo, para que podamos recibir su Espíritu y quedar unidos a la vida eterna. Abraham buscaba una ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios, no tenía su esperanza puesta en la tierra, era peregrino y extranjero, tenía las promesas, pero las miraba de lejos. Sus ojos estaban puestos en la ciudad celestial.
Pretender hacer de Abraham un predicador de la teología de la prosperidad es una burda falsificación de la verdad. Dios lo bendijo también económicamente, pero su corazón no estaba en las riquezas, sino en Dios. Pablo dijo a los ricos de este mundo que no pongan su esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en Dios. Algunos han trivializado el mensaje y cambiado la promesa del Espíritu por unas cuantas monedas de oro.
La promesa del Espíritu es inmensamente mayor que cualquier tesoro de este mundo.