Después de hallar a los discípulos, nos quedamos allí siete días, y ellos le decían a Pablo, por el Espíritu, que no fuera a Jerusalén (Hechos 21:4).
El viaje de Pablo a Jerusalén revela algunas verdades que debemos meditar. Por un lado sabemos que en el corazón del apóstol se había fijado este propósito, no era un capricho ni un alarde, le había sido impuesta necesidad, como en el caso de predicar el evangelio (1 Co.9:16). Por otro, tenemos a los hermanos queriendo influir en el apóstol para que cambiara de parecer, puesto que sabían lo que le esperaba. Pablo tenía el testimonio en su espíritu de lo que le aguardaba en Jerusalén; el mismo Espíritu le daba testimonio de prisiones y aflicciones. La acción del Espíritu en otros hermanos confirmaba que no fuera a Jerusalén, pero él ya había tomado su decisión, y aunque apreciaba el amor de los hermanos, no estuvo dispuesto a ceder. La presión subió de tono cuando un profeta llamado Agabo llegó a la ciudad de Cesárea, donde vivían Felipe y sus cuatro hijas doncellas que profetizaban (Hch. 21:8-9). Este Agabo tomó el cinto de Pablo, «se ató las manos y los pies, y dijo: Así dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al dueño de este cinto, y lo entregarán en manos de los gentiles» (21:11).
Oyendo esto muchos lloraban y rogaban a Pablo que no subiera a la ciudad. El impacto emocional tuvo que ser muy fuerte, pero aquí se levantó una vez más la fortaleza de espíritu del apóstol para decir: «¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque listo estoy no sólo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús» (21:13). Esta es la voz de un discípulo de Jesús. La firmeza de Pablo doblegó el afecto de los hermanos concluyendo que no se dejaba persuadir, por tanto, callaron, diciendo: «Que se haga la voluntad de Dios».
¡Qué situación! Pablo podía haber evitado con dignidad y apoyo las aflicciones que le esperaban en Jerusalén, sin embargo, escogió ser maltratado con el pueblo de Dios, porque tenía puesta la mirada en el galardón, como Moisés (Heb. 11:24-26). Los hijos de los profetas decían a Eliseo: «no sabes que hoy te quitarán a tu señor; si, ya lo sé —respondía él— callad». Ese conocimiento le aferró más aún a su maestro Elías. Pablo hizo lo mismo. En ocasiones podemos escoger el camino fácil, la retirada con honores, incluso con el testimonio interior del Espíritu, pero el hombre espiritual, fortalecido con una fe inquebrantable avanza hacia «su» Jerusalén con determinación. Puede haber contradicción, tal vez, pero después queda Roma, y quién sabe si España…
La vida llena del Espíritu supera los afectos humanos y va más allá de la voluntad permisiva de Dios para alcanzar su voluntad perfecta.