No estéis unidos en yugo desigual con los incrédulos, pues ¿qué asociación tienen la justicia y la iniquidad? ¿O qué comunión la luz con las tinieblas? ¿O qué armonía tiene Cristo con Belial? ¿O qué tiene en común un creyente con un incrédulo? ¿O qué acuerdo tiene el templo de Dios con los ídolos? Porque nosotros somos el templo del Dios vivo… (2 Corintios 6:14-16).
El ser humano tiene una necesidad innata de pertenencia. No hace falta ser espiritual, tener el Espíritu de Dios, para buscar identidad en un grupo con el que poder compartir un ideal que le dé sentido a la vida. A veces estamos dispuestos a sacrificar la verdad por la necesidad de ser aceptados. Otro intento es mezclar nuestras convicciones y principios para evitar el conflicto, la confrontación inevitable entre grupos antagónicos.
Los creyentes occidentales pronto aceptamos una identidad cristiana centrada en un lugar físico. Vinculamos nuestra fe a un centro de reunión con sus actividades interminables, y hacemos de ello el centro sobre el que gira nuestra vida cristiana. Pablo no enseña eso. La iglesia no es un lugar físico. Somos templo del Espíritu. El Espíritu mora en nosotros, no en templos hechos por manos humanas. Pero continuamente mezclamos los términos y confundimos nuestra identidad.
Pablo nos enseña en este pasaje que no debemos hacer yugos desiguales, y hace una relación de mezclas que no pueden darse en la vida del hijo de Dios. Por un lado tenemos: la justicia, la luz, Cristo, el creyente, el templo de Dios. Y por el otro: incredulidad, iniquidad, tinieblas, Belial, los ídolos. No se pueden asociar entre ellos porque son realidades opuestas. Tienen naturalezas distintas. De la misma forma que el agua y el aceite no se pueden mezclar, tampoco debemos hacer yugos desiguales con los incrédulos. No se trata de no tener contacto con personas idólatras, de otra manera tendríamos que salir del mundo (1 Co.5:9-11), si no que aquellos que llamándose hermanos viven siendo idólatras, inmorales, avaros, difamadores o estafadores.
Conocer nuestra identidad como templo del Espíritu nos lleva a la comunión con aquellos que son de nuestro mismo espíritu. Reconocer el cuerpo. Saber quién es nuestro pueblo. Con quienes debemos mantener la unidad del Espíritu a pesar de las diferencias que tenemos en asuntos secundarios, recordando la diversidad dentro de la unidad en Cristo, que es la cabeza del cuerpo. Somos el templo del Espíritu y esto delimita nuestras asociaciones.
Saber que somos templo del Espíritu nos llevará a no hacer asociaciones o yugos desiguales, con aquellos que tienen una identidad opuesta al reino.