Y no os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución, sino sed llenos del Espíritu… dando siempre gracias por todo, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a Dios, el Padre (Efesios 5:18-20).
La vida cristiana es vida, la clase de vida de Dios (Zoé, en griego). La vida se manifiesta de muy diversas formas, cada uno de nosotros podemos contar nuestras propias experiencias, y aunque tengamos denominadores comunes, todos tendremos aspectos únicos que hacen de la nuestra algo singular.
Como hemos estado hablando del libro de Hechos y las experiencias de algunos de los discípulos de Jesús, me vais a permitir que comparta algunas de las mías, especialmente las relacionadas con la obra del Espíritu en los primeros años de mi vida cristiana.
Me convertí en el año 1980 leyendo el Nuevo Testamento, después de un proceso de meses en los que alternaba tiempos en Salamanca al lado de mi novia (iniciamos esta andadura juntos, de forma «espontánea», y a iniciativa mas suya que mía), con otros en Lérida, donde estaba haciendo el servicio militar. Fue aquí donde comencé a leer en serio el mensaje del evangelio. Pasé varios meses de reflexión y meditación hasta que un día me hallaba en un parque de la ciudad y le dije a Dios: «Quiero trabajar en tu empresa, quiero que seas mi Jefe». Esas fueron mis palabras iniciales. Luego otro día, estando en la biblioteca de la ciudad (donde acudía diariamente a escribir poesías y otras cosas), sentí un impulso interior irrefrenable de encaminarme a una iglesia pentecostal que había cerca del cuartel; era martes. Allí comencé a congregarme los últimos meses de servicio militar.
En una de las reuniones de oración que teníamos sentí un deseo ferviente de comenzar a orar mientras un hermano hacía la reflexión bíblica antes de orar juntos. Llegado el momento me puse de rodillas y pronto comencé a experimentar una corriente espiritual que me dominaba. Mi oración fue únicamente: «Gracias, Señor». Así transcurrió todo el tiempo que duró la reunión. Los hermanos al verme en aquel estado de aparente éxtasis vinieron a orar por mí, especialmente el pastor, para que fuera bautizado en el Espíritu Santo. No ocurrió nada más, pero sentí una liberación en mi confesión de fe, y a partir de ese día quise hablar a todo el mundo de Jesús.
Salí de aquella reunión transformado en mi interior, liberado en mi proclamación y con una oración de gratitud que me ha acompañado toda mi vida: «Gracias, Señor». Una nueva valentía se había apoderado de mí para dar testimonio del evangelio de Jesús. A partir de aquel momento fue una de mis actividades preferidas.
Somos llenos del Espíritu, dice Pablo, dando siempre gracias por todo.