Otra vez abriré camino en el desierto

Camino en el desiertoRecuerdo el comienzo de una de las series de televisión que veía de niño, creo que se titulaba el agente 096, en la que aparecía al inicio de cada capítulo la imagen del protagonista caminando a paso firme y decidido, delante de él se iban abriendo puertas, una tras otra, hasta que llegaba al punto final donde daba comienzo la sesión de ese día. También he podido constatar que la vida del discípulo de Jesús a lo largo de su andadura viene a ser algo parecido.

La vida cristiana es un camino hacia el encuentro final con el Amado Salvador. En ese peregrinaje se van abriendo puertas delante y cerrándose detrás. Unas se abren pronto, otras tardan en abrirse y dan paso a lo que llamamos la espera en el Señor. Esos tiempos son momentos de gran prueba para la fe y la paciencia que hereda las promesas. Son especialmente dolorosos en los que tenemos un carácter impetuoso, impaciente y enérgico por naturaleza. Se convierten en tiempos de depuración, limpieza y restauración de los motivos que nos impulsan para dar paso a la madurez de la fe y la estabilidad que trae la confianza real en Dios. Tiempos de muerte y crucifixión del alma, para dar lugar a la vida sólida del Espíritu.

El Dios de toda consolación sabe como consolarnos en esos períodos angustiosos, cuando estamos esperando para dar el siguiente paso en su voluntad. Su palabra trae a nosotros el bálsamo de la esperanza, y el Espíritu Santo nos recuerda las otras veces cuando el Señor nos guió y abrió la senda por donde andar. Aunque no nos quedamos detenidos en el pasado, sin embargo, somos consolados al saber que Dios ha estado con nosotros en otros momentos realmente difíciles, y su gran poder nos abrió paso a través de los muros que se levantaban ante nosotros. El mismo que derribó los muros de Jericó volverá a hacerlo llegado el momento.

Esa es la esperanza que nos trae descanso y paz a nuestra alma afligida y azotada, frente a la incertidumbre de las circunstancias que tenemos delante. Su voz profética se levanta como un baluarte sólido desde el que podemos permanecer quietos, expectantes y confiados en su mano poderosa. Esa voz clama en mi espíritu: He aquí yo hago cosa nueva; pronto saldrá a luz; ¿no la conoceréis? Otra vez abriré camino en el desierto, y ríos en la soledad [1].

Esta experiencia la he vivido en diversas ocasiones a lo largo de mi vida cristiana. Son tiempos cuando aprendemos a clamar con el salmista: Por qué te abates, alma mía, y te turbas dentro de mí. Espera en Dios, porque aún he de alabarle, salvación mía y roca mía [2]. Vemos en los autores bíblicos las mismas experiencias, las mismas incertidumbres y las mismas consolaciones que hoy vivimos.


La primera gran prueba
frente a un muro erguido ante mí fue a los dieciocho años. Mi vida parecía haber llegado a tocar techo y todo era rutinario, vacío y desesperante. Entonces conocí a mi novia y una nueva dimensión de vida se abrió. Luego juntos conocimos la nueva vida en Cristo. Alrededor de dos años después me encontraba ante otra puerta que debía abrirse y para la que me sentía impotente; solo podía clamar y esperar en Dios. Iba a dejar el trabajo, con un contrato fijo en una oficina comercial, abandonar el esquema de vida que había constituido mi mundo hasta entonces, para marchar a otra ciudad y matricularme en una Escuela Bíblica siguiendo el llamado de Dios. El tiempo llegó y Dios me sostuvo como viendo al Invisible. Salí de Salamanca, llegué a Lérida, sin saber lo que me esperaba, y el paso que debía dar después de los seis meses que duraban los estudios. Nuevamente era tiempo de clamar, orar y esperar para que Dios me abriera una nueva puerta y pudiera entrar a su servicio que era lo que más anhelaba en mi corazón. La puerta se abrió en su momento. Uno de los maestros de la Escuela estaba formando un equipo de colaboradores para llevar a cabo una obra pionera en la provincia de Toledo, y el Señor le había dicho que yo era uno de sus integrantes.

En el entretanto, estaba frente a otro desafío, que mi novia se casara conmigo y decidiera acompañarme en la andadura de fe que estaba seguro debía emprender. Necesitaba otro milagro de su gracia y la puerta abierta del corazón de mi joven esposa para que me acompañara a otra ciudad, con otras personas que aún no conocía y trabajara en el equipo evangelístico. La puerta se abrió, no sin dificultades, y el peregrinaje siguió su curso.

Más tarde lo que se nos cerró a cal y canto fue la matriz de mi mujer. Quedó embarazada pero al poco tiempo perdió el embrión. Luego vinieron tiempos de clamor, de angustia y confianza en la palabra a favor de la herencia del Señor que son los hijos. Al cabo de siete años de matrimonio, por fin mi mujer concibió a nuestro primer hijo, después de atravesar un periodo de prueba con una nueva amenaza de aborto durante los primeros meses. Mantuvimos firmes nuestra esperanza en Dios y Él nos sacó a lugar espacioso. Tuvimos nuestro primer hijo sano, lleno de vida y vitalidad. Luego el segundo con la misma energía que su hermano, y más tarde, cuando creíamos haber completado el «cupo» de hijos, Dios nos dio un tercero, que superado el «susto» inicial, vino a llenar nuestro hogar de gozo y ruido.

Pasados doce años de servicio activo y una militancia sin  titubeos en la obra ministerial, llegamos frente a un nuevo desafío de cambio. Sabíamos que debíamos salir del mundo que había significado todo para nosotros y emprender una nueva senda incierta. Este proceso fue aún más largo y costoso desde el momento en que el Señor me habló de la salida hasta que vimos el nuevo rumbo a seguir. Nos traslados de Jaén (Andalucía) a Terrassa (Cataluña) para entrar en una nueva situación como miembros de una iglesia local buscando un empleo para cubrir nuestras necesidades económicas. De nuevo ante otro reto: encontrar un trabajo estable en medio de una aguda crisis laboral, con un porcentaje de paro elevado, además de un nuevo idioma (el catalán) que estrechaba las posibilidades laborales y retaba a nuestros hijos en la nueva situación escolar.

Experimenté de forma muy viva lo que supone andar sobre las aguas, apoyado sobre la palabra que Dios me había dado y que nos sostenía en una dimensión sobrenatural venciendo los informes naturales y que conscientemente conocía. Después de probar varios trabajos temporales por más de dos meses, el oleaje y los vientos de la situación comenzaron a soplar con fuerza. Llegué a un punto de máxima presión. La ansiedad por la búsqueda de un empleo sólido se me hizo insoportable, hasta que aparté tres días para ayunar y orar definitivamente. Poco después de alcanzar el punto más álgido de mí desesperación, el Señor me habló claramente. Estaba al lado de mi mujer en uno de los cultos de la iglesia donde el pastor ministraba a los enfermos. Dije a  mi esposa: «vamos a ponernos de acuerdo para que esta semana encuentre el trabajo». Tomé su mano con convicción, y poco después de orar el Espíritu Santo me dijo: «El miércoles de esta semana comenzarás a trabajar». Quedé sobrecogido y meditativo, y sin darme mucho tiempo a pensar oí también que me decía: «díselo a tu mujer». Dudé unos instantes pero sabía que estaba en un momento especial así que lo hice.

El martes de esa semana tuve una entrevista con el jefe de personal de la fábrica donde trabajaba un hermano de la iglesia y que anteriormente le había hablado de mí. Yo no sabía nada, así que me presenté, y después de hablar unos minutos con el responsable de la empresa, me dijo: «si te interesa el trabajo puedes venir mañana miércoles a las seis de la mañana para empezar a trabajar». Una vez más la puerta se había abierto. Me regocijé grandemente y corrí a comunicárselo a María. Empezaba una nueva etapa en nuestras vidas. Han pasado más de seis largos años y en este tiempo no me ha faltado trabajo en la fábrica de encuadernación [3]. He aprendido un nuevo oficio con mucho sufrimiento y el Señor ha suplido todas nuestras necesidades económicas.

Puerta abiertaSin embargo, mi espíritu me dice desde hace bastante tiempo que nos quedan nuevas puertas por delante que se abrirán en su momento. El sabio Salomón dijo: la vida del justo es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto. No hay lugar al establecimiento definitivo para los hijos de Abraham por la fe. Somos extranjeros y peregrinos en esta tierra; vivimos en tiendas de campaña hasta llegar a las moradas de la casa celestial que Jesús ha ido a preparar para nosotros. Jesús es la Estrella de la mañana y tiene en su mano las llaves que abren y nadie puede cerrar, y cierra y nadie puede abrir. El discípulo del Señor ha sido puesto en estrecho y no debe conformarse al esquema de vida de este mundo, sino transformarse por medio de la renovación del entendimiento para conocer la voluntad del Señor. La unión con Jesús nos lleva a una realidad más elevada: ya no vivo yo, mas vive Cristo en mi, y lo que vivo en la carne, lo vivo en la fe del hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí [4].

Nuestras vidas nunca llegan a un lugar de seguridad definitivo, porque vivimos en un mundo movible y cambiante. Dependemos siempre de Dios y su gracia, por ello, no podemos dejar de clamar día y noche buscando el próximo paso a dar. Aunque nuestras vidas estén aparentemente establecidas en parámetros fijos y definitivos, no es así, hay nuevas puertas que se abrirán en su momento y su voz sigue diciendo: He aquí que yo hago cosa nueva, pronto saldrá a luz; ¿no la conoceréis? Otra vez abriré camino en el desierto y ríos en la soledad.

Notas:

[1] – Isaías 43:19

[2] – Salmos 42:5

[3] – Este artículo fue escrito en el año 2002. Trabajé en esa fábrica hasta    2008, cuando cerró.

[4] – Gálatas 2:20

 

 

 

 

 

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