Soy español. Nací en un pueblo de Salamanca, viví en la capital charra hasta los 23 años, con el paréntesis del servicio militar en la Región de Cataluña, luego viví en Lérida un tiempo de estudios, en Madrid, en diversos lugares de la provincia de Toledo y su capital, en Jaén y otra vez en Cataluña donde llevo viviendo con mi familia más de veinte años.
Por tanto, he residido en cinco Comunidades Autónomas distintas. Además he trabajado con suecos, ingleses y múltiples personas de origen hispanoamericano en una infinidad de trabajos que he hecho a lo largo de mi vida. Todo ello me ha dado la posibilidad de conocer distintas culturas y países de quienes he aprendido y me han ayudado a comprender la diversidad del ser humano.
Soy español y he vivido desde mi niñez rodeado de rencores. Los he visto en todo lugar. Los encontré estudiando la Historia de España, y esta misma semana han vuelto a aparecer en el mismo epicentro de la llamada soberanía del pueblo, en el Parlamento.
Desde niño percibí el rencor que anidaba en mi familia hacia la familia de mi madre. Mi padre odiaba a mi tío, y viceversa, (no entro en los motivos, que los había y muchos) y se revolvía cuando sabía que sus hijos habían ido a visitarle. Ese malestar se trasladaba al ámbito doméstico perturbándolo.
El rencor hizo irreconciliable que un hombre de mediana edad aparecería muerto un día en el cuarto de baño de su casa donde vivía con su madre, viuda, en un pueblo de la Mancha, y a quién no había hablado desde hacía años a pesar de que vivían juntos.
El rencor hacía brotar bilis en algunos de mis compañeros de fábrica en las reuniones de empresa cuando se abordaba el tema de seguir adelante o cerrar la fábrica. Muchos maldecían al jefe y la empresa de tal forma que entre unos y otros consiguieron finiquitarla dejando a más de cien familias en el paro. Hablando con algunos de mis compañeros podía ver su rencor vomitando por sus bocas, sin importarles la ruina que se aproximaba, consolándose con ver al jefe en la misma situación. Un día, meses después de su cierre, decidí pasar por el edificio de la fábrica para ver como estaba, lo encontré en ruinas, como si hubiera sido objeto de un bombardeo. Mi alma se vino al suelo recordando el empeño que algunos habían puesto en que esto ocurriera por el simple «placer» de ver al jefe arruinado.
Cuando veo la nueva generación de políticos que no han conocido la Dictadura, que han nacido en Democracia -beneficiándose de ella-, llenos de rencor hacia el adversario político, pienso: ¿de dónde les viene ese odio? No han vivido las estrecheces de nuestros padres, ni las injusticias de un Régimen autoritario, pero escupen veneno por sus bocas como si el Dictador aún estuviera en el Palacio del Pardo. ¿Por qué ese rencor infinito?
Cuando oigo a muchos jóvenes universitarios vociferando consignas políticas revolucionarias como si vivieran en una sociedad reprimida, sin libertades, y pienso en la generación de mis padres que tuvieron que vivir para sobrevivir, veo la ingratitud y el rencor que no alcanzo a comprender.
Cuando asisto −perplejo− a las proclamas independentistas volcando su rencor y odio hacia la Historia de España –antigua y reciente− como si fuera la causante de todos sus males, sin que ellos tuvieran ninguna responsabilidad, viendo en la destrucción de la nación la respuesta a todas sus frustraciones, recuerdo la imagen de mi antigua fábrica, ahora devastada y sin muchas opciones de conseguir ni siquiera las indemnizaciones por las que tanto pelean los políticos en la Reforma de la Ley Laboral.
Y cuando veo y oigo que la iglesia del Señor en mi país, al menos una parte de ella, vive en los mismos parámetros de rencor hacia la Iglesia Católica por los sufrimientos que ésta causó a nuestros padres de fe protestante durante los años iniciales de la Dictadura, me pregunto si no estamos repitiendo el mismo procedimiento que acusa el resto de ciudadanos. ¿Cómo es posible que mantengamos tan vivo el recuerdo de los sufrimientos por el evangelio cuando vemos en la Escritura que estos forman parte integral del mismo? ¿Cómo es posible que hayamos retenido el odio hacia determinadas fuerzas políticas en quienes focalizamos el veneno del rencor infinito?
En definitiva, toda mi vida he estado rodeado de rencores y me pregunto hasta donde esa influencia nociva me habrá afectado a mí también.
Una de mis oraciones más antiguas pensando en la evangelización de mi país ha sido esta: «Sana, Señor, la herida de mi pueblo». He sido muy consciente, −como lo fui en mi casa−, que España mantiene una herida abierta de rencor por sus diversas guerras civiles, especialmente la última, que tuvo lugar entre los años 1936-39 del pasado siglo. Esa herida pareció cerrarse en el tiempo de la llamada Transición a la Democracia, pero que algunos dirigentes políticos se han encargado de reabrir mediante una ley llena de rencor, a la que han llamado Ley de Memoria Histórica.
La reconciliación no puede darse donde no hay arrepentimiento genuino. El rencor sigue vivo, muy vivo, porque no se ha producido un arrepentimiento verdadero de nuestras iniquidades; en algunos casos lo que ha habido ha sido tan solo remordimiento religioso.
Pero el evangelio de la cruz de Cristo es para derribar las paredes intermedias de separación, derrumbar las enemistades entre la diversidad de los pueblos y familias.
El evangelio proclama que hemos sido redimidos de la vana manera de vivir, la cual heredamos de nuestros padres, no con oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros (1 Pedro 1:18-20).
La redención nos libra del rencor heredado. Rompe las ataduras de impiedad, liberta del odio acumulado y expresa su libertad en el amor al prójimo; porque la gracia es más fuerte que el pecado; y la cruz de Cristo más trascendente que la historia de los pueblos.
¡Rompamos con el rencor! ¡Pidamos perdón por el antisemitismo! Despojémonos de todo pecado que tan fácilmente nos envuelve, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el Autor y consumador de nuestra fe. Consideremos a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que nuestro ánimo no se canse hasta desmayar. Porque aún no habéis resistido hasta la sangre combatiendo contra el pecado (Hebreos 12:1-4).
Esta es mi oración ante el trono de la gracia: ¡Señor, sana la herida de mi pueblo! Libertanos del rencor, la amargura y el odio dándonos el quebrantamiento que conduce al arrepentimiento para ser restaurados. Amén.
Eres genial, Virgilio, realmente desenmascarando la obra de las tinieblas, no seamos vencidos de lo malo, sino venzamos con el bien el mal. El verdadero amor sana el rencor y los resentimientos
Apreciado Ramón, gracias por tu comentario, lo agradezco… Estoy de acuerdo, el amor sana el rencor. Un abrazo.
Cuando leí su excelente comentario mi hermano Virgilio, me pareció estar leyendo sobre la historia politica social de mi patria peruana en esta ultima decada, y entendí que todo el veneno que hace gala la izquierda peruana y de la cual ha contagiado a gran parte de la sociedad peruana en contra de una candidata mujer para frenar sus legitimas aspiraciones, esa actitud de odio es el argumento para su propia subsistencia, ellos viven del odio, sin odio desaparecerian por su mediocridad. El perdón restaura y nos guia al amor de Dios. Dios bendiga España y nuestros pueblos.
Querido Virgilio, como siempre tus post es de una lógica y elocuencia aplastante. Da gusto leer en español la verdad de nuestra generación. Oremos por esta nación, para que haya perdón y reconciliación entre sus ciudadanos.
Dios te bendiga, saludos a la familia.
Gracias, querido Paco, por tu comentario, lo aprecio y valoro. Un abrazo también para toda tu familia y los hermanos en Madrid. Sigamos orando sin cesar por España y los tiempos de restauración.
Apreciado Virgilio, muy interesante tu enfoque, una herencia de rencor y odio carente de toda sencibilidad cristiana. En cuanto a sanar las heridas del alma y el corazón en lo politico, social y religioso, es necesario atender el consejo de Dios «Cuida tu mente más que nada en el mundo, porque ella es fuente de vida.» (Pr 4:23) La falta de perdon afecta nuestra calidad de vida, solo Dios puede sanar, pero a menudo usa a personas para hacerlo. . . un abrazo.