Cuando apuntamos a una persona con el dedo índice para acusarla, siempre hay otros tres apuntándonos a nosotros. La proporción es muy desigual pero como el énfasis está puesto sobre la persona a quién queremos culpabilizar, no caemos en la cuenta que hay otros tres dedos dirigidos a nosotros mismos.
Desde el inicio de los tiempos el ser humano ha ejercido una capacidad innata para culpar a otros eludiendo así su propia responsabilidad.
El hombre culpó a la mujer (y lo sigue haciendo) de sus propias debilidades. La mujer culpó a un ente espiritual que la había engañado olvidando que podía haber resistido la tentación. Los hijos culpan a los padres de sus desdichas. Los padres a sus vástagos de las propias frustraciones. Los pobres a los ricos. Los ricos a los gobiernos. Los gobiernos a los pueblos, y los pueblos a sus gobernantes. En definitiva, siempre encontramos alguien sobre quien poner nuestro dedo índice, olvidando que otros tres nos apuntan a nosotros.
Las naciones musulmanas han encontrado varios culpables de todos sus males: occidente, la colonización del siglo XIX, pero sobre todo ha sido el regreso del pueblo judío a su tierra ancestral la que ha cargado con la culpa de sus desdichas. Desde que Mahoma fuera rechazado por las tribus judías que poblaban la antigua ciudad de Yatrib, luego Medina, las suras del Corán han hecho posible que se inmortalice su odio a Israel.
En la actualidad el odio que el pueblo musulmán, (la Umma islámica), focaliza sobre Israel tiene en el regreso de los hijos de Sión a Eretz Israel su punto esencial. ¿Por qué? Porque el regreso de los judíos a Sion amenaza la creencia de que el Islam es el sello de la profecía: ¿cómo es posible —se preguntan— que Dios favorezca a los judíos, que han pervertido la revelación original que Mahoma restauró? Esta es la fortaleza mental que trastorna el mundo musulmán. Además olvidan, o no, que fueron los profetas de Israel quienes anunciaron este regreso después de una diáspora a todas las naciones.
Por ello desde hace décadas alimentan a sus sociedades con un odio extremo que no tiene freno, ni control. Las aberraciones cometidas en forma de asesinatos de todo tipo por los fundamentalistas musulmanes en territorio judío no tienen explicación racional. Es un asunto espiritual. Los políticos pretenden naturalizarlo. Rebajarlo al ámbito de lo político. Pero es inútil. Tiene otra naturaleza. Procede de otro mundo, el de las huestes espirituales de maldad en las regiones celestes [1]. Es un choque de cosmovisiones proféticas. Pero el mundo secularizado occidental no acepta semejante posibilidad, y mucho menos entiende cómo solucionarlo.
En este punto debe entrar en juego la iglesia de Dios, la congregación de los redimidos por el Mesías judío. Se nos ha dado armas espirituales para luchar con ellas. Se está haciendo en muchos lugares, pero no es suficiente. La fortaleza que tenemos delante mueve a unos 1.400 millones de enfervorizados musulmanes empujados al vocerío mundial que una minoría —los llamados radicales yihadistas— se encargan de ser la punta de lanza. Pero no nos engañemos. El islam es uno, aunque esté muy dividido y numéricamente las mayores víctimas de sus atropellos sean otros musulmanes no lo suficientemente estrictos en su visión del Corán y el Hadiz.
La búsqueda de un culpable y la certeza de haberlo encontrado da una fuerza interior al alma humana, corrompida por la mentira y la altivez de espíritu, que solo un milagro puede derribar. Es lo que el evangelio llama la dureza de corazón. El velo que impide ver o pensar con sensatez y equilibrio. Por tanto, buscar culpables es fácil. Encontrarlo en Israel es más fácil aún, porque históricamente hay un fermento crónico que lo ha hecho posible a lo largo de la historia, no solo del islam, también del cristianismo nominal.
La culpa no es de Israel. La «culpa» es de la soberanía del Dios de Israel que escogió a este pueblo para ser portador de sus promesas universales; pero un salteador, en el siglo VII, quiso ocupar su lugar, inventando mediante una mezcla de judaísmo, cristianismo y paganismo una nueva religión llamada islamismo. Hemos tenido este conflicto durante catorce siglos y solo se solucionará el día postrero, cuando aparezca el Rey de las naciones: Mesías de Israel y Cabeza de la iglesia. No hay solución humana. Sí hay la posibilidad de abandonar el dedo acusador, entendiendo que no hay justo ni aún uno, y que los tres dedos restantes nos hagan comprender a todos que necesitamos el perdón mucho más que la acusación. Esa reconciliación es el mensaje central del evangelio de Jesús. Venir a él sí podemos hacerlo; abandonando el odio y recibiendo su gracia.
Notas:
[1] – Efesios 6:12
El encuentro de la iglesia con este mundo moderno, pasa por un conformismo y falta de visión, donde las consecuencias van a ser impredecibles; necesitamos aplicar estrategias de cambio en el campo de acción (Ro 12:2).
Bendiciones.
Completamente de acuerdo contigo Holger, un saludo afectuoso.