El milagro de una vida equilibrada
Capítulo 7 (Lucas 9:23,51 y 14:26-27)
La cruz libera de los traumas
La vida del hombre moderno está acechada por multitud de traumas que aparecen de repente y nos golpean dejando secuelas y cicatrices profundas a su paso. En ocasiones esas experiencias son tan violentas que marcan el destino de nuestras vidas para siempre. Nadie las desea ni las espera, pero pocos se preparan para hacerles frente y derrotarlas.
Cualquier experiencia traumática contiene los elementos necesarios para desequilibrar al ser humano y aniquilar lo mejor de su existencia. En este capítulo vamos a ver la provisión de Dios para afrontar cualquier trauma.
La cruz de Jesús, su crucifixión, es el drama más terrible que ha conocido la Historia. Jesús vivió ese trauma único como substituto del hombre. Y lo hizo para liberarnos a nosotros de la mayor de las tragedias: la perdición eterna, el infierno. Pero además, seguir la estela del Maestro −llevar la cruz− nos va a liberar de toda herida incurable: Por su llaga fuimos nosotros curados.
Antes de seguir adelante debemos definir lo que en este capítulo queremos decir, o entendemos, por trauma. Definición: por trauma entiendo aquella experiencia no deseada que nos arranca lo que hemos amado, poseído o conseguido; tanto en el ámbito material, físico, afectivo o espiritual.
La cruz libera de los traumas de la vida
La cruz establece el equilibrio entre Dios y el hombre; el hombre y el hombre; el hombre y la creación (Ef.2:14-16). La cruz nos desprende de todo aquello que puede causarnos un trauma. Separa las ligaduras opresivas −aunque sean muy humanas− que se pegan a nuestras almas de forma desordenada como la familia, la economía, el éxito, la reputación, los bienes materiales, la honra y fama, la salud, nuestra realización personal y hasta la propia vida (Lc.14:26-27).
Los traumas vienen cuando se nos quita aquello de lo que dependemos. Entonces nos frustramos, entramos en depresión y vacío, y nuestra existencia pierde su sentido en áreas esenciales del ser.
Jacob experimentó esta clase de experiencia. Su vida (alma) estaba ligada a la vida (alma) de Benjamín, y si algo desagradable le ocurría a su hijo quedaba atrapado en lazos de muerte. Y si tomáis también a éste de delante de mí, y le acontece algún desastre, haréis descender mis canas con dolor al Seol. Ahora, pues, cuando vuelva yo a tu siervo mi padre, si el joven no va conmigo, como su vida está ligada a la vida de él, sucederá que cuando no vea al joven, morirá; y tus siervos harán descender las canas de tu siervo nuestro padre con dolor al Seol (Génesis 44:29-31).
Aparece la misma ligadura en Génesis 34:2,3. Y la vio Siquem hijo de Hamor heveo, príncipe de aquella tierra, y la tomó, y se acostó con ella, y la deshonró. Pero su alma se apegó a Dina la hija de Lea, y se enamoró de la joven, y habló al corazón de ella. Ésta clase de unión es dañina y desequilibrada.
Nuestra vida depende de Jesús y los lazos que suplantan esa dependencia acaban desestabilizando el orden que debemos seguir: Amarás al Señor tu Dios y al prójimo como a ti mismo. Ese es el orden divino y equilibrado. Abraham vivió este orden. Su vida dependía de Dios y no de su hijo Isaac, por eso, por la fe Abrahán, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir (Heb.11:17-19).
El único trauma verdadero para el cristiano es la separación de Cristo. Nuestras vidas sí están ligadas a Jesús, por eso no podemos vivir separados de él (Jn.15:5). El apóstol Pablo nos dice que nuestra unión con Cristo es tan fuerte (1Co.6:17), que nada ni nadie nos podrá separar de su amor (Ro.8:38 39).
Si llevar la cruz es una experiencia tan liberadora para nosotros debemos entender bien qué significa esa verdad y a donde nos conduce.
Llevar la cruz no es lo mismo que estar crucificados
Jesús es nuestro ejemplo de vida equilibrada. Él vivió cada día con la conciencia inequívoca de la cruz. Estuvo decidido a tomar la senda de la cruz diariamente, es decir, morir a sus deseos, negarse a sí mismo y hacer la voluntad del Padre. De esta forma estableció las bases para enfrentar con éxito la clave de su misión en la tierra. Tomó la decisión de ir a Jerusalén; allí le esperaba la cruz que liberaría a la humanidad del drama de los siglos: la separación de Dios.
Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro (con determinación B. Américas) para ir a Jerusalén (Lc.9:51).
Para nosotros el camino es el mismo y la determinación de abrazar y tomar la cruz «cada día» debe ser la misma.
Ahora bien, hay una diferencia entre llevar la cruz y estar crucificados que debemos comprender. Jesús dijo éstas palabras: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome la cruz cada día, y sígame. Usó la expresión «llevar la cruz cada día» antes que él mismo fuera crucificado; por tanto, la experiencia de estar crucificados con Cristo (Gá.2:20) es una posición posterior a llevar la cruz. Decimos que no es lo mismo llevar la cruz y ser crucificados. Tomar la cruz precede a la crucifixión. La crucifixión contiene la sangre de Jesús; llevar la cruz mantiene aún limpio el madero, el sacrificio no se ha efectuado. Veamos algunas diferencias más.
Llevar la cruz es…
Un acto de la voluntad (Lc.9:51). Jesús decidió ir a Jerusalén. Es aceptar la sentencia de muerte (Lc.9:23,24). Una actitud de renuncia de todo en cualquier momento (Lc. 14:27,33). Es vivir ligado a la muerte del pecado, la carne y el mundo para hacer la voluntad de Dios. Vivir expuesto a la infamia, deshonra, mala fama y desprecio por Su reino (2Co.6:8-10). Experimentar el poder de Dios (1Co. 1:18). La caída del «yo» y el «ego» para que reine «mi Señor»; vivir para él (Ro.14:8,9).
Esta clase de experiencia real en la vida del discípulo es ya, por si misma, una transformación sobrenatural; sin embargo, estar crucificados contiene una realidad mayor aún.
Mientras llevamos la cruz caminamos hacia la muerte, pero no hemos muerto todavía. Así fue para Jesús. En ese camino hacia el Gólgota podemos claudicar y renunciar a la vía dolorosa porque estamos andando sobre la base de una decisión de nuestra voluntad: llevar la cruz. Pero cuando llegamos al monte de la Calavera somos clavados juntamente con Cristo y crucificados juntamente con él. A partir de ese momento perdemos el control de tal decisión y entramos en una dimensión sobrenatural que excede y sobrepasa nuestra voluntad: Somos fusionados con Jesús. Ya no vivimos nosotros, sino que «Cristo vive en mí».
Ser crucificados es…
Llegar a una identificación plena con Jesús. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gá.2:20).
Es perder el control de nuestras vidas y ser hallados en él … no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (Fil.3:9, 10).
Significa entrar de lleno en la identificación con la obra redentora de Jesús: muerte, sepultura, resurrección y exaltación ¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado (Ro.6:3-6) (Ef.2:6).
Es participar del poder de la resurrección. Y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales (Efesios 1:19-20). Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros (Efesios 3:20). A fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte (Fil.3: 10).
Llegar a este punto en la vida cristiana es más que una doctrina o buena enseñanza; es penetrar a una dimensión desconocida por el hombre caído y solo accesible a la nueva creación. Querer apropiarse esta clase de vida resucitada conlleva una pérdida total de la nuestra. Es el epicentro del misterio de la redención. Cristo entrega su vida por nosotros; nosotros soltamos y entregamos nuestra vida para recibir la suya (Jn. 12:24,25).
¿Podemos conseguir que esto sea una experiencia real y vivirlo siempre? No. ¿Por qué?, porque la vida vieja se sigue activando en ocasiones y es necesario pasar muchas veces por la experiencia de morir y resucitar a diferentes cosas. Pablo dijo, «cada día muero» (1Co.15:31); y también escribió, «nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Co.4: 11). Por lo tanto, cada día necesitamos llevar la cruz, cada día morimos con Cristo y cada día podemos experimentar el poder de resurrección con Jesús.
Resumiendo. Todo lo que en nuestra vida no ha pasado por la crucifixión, aunque estemos llevando la cruz o seamos discípulos, tendrá la base del control en nosotros y no en el poder de Cristo. El poder está, no en llevar la cruz, sino en vivir crucificados con él.
Estar crucificados implica llevar la cruz; pero llevar la cruz no implica necesariamente la experiencia de la crucifixión. Jesús habla de llevar la cruz antes de su muerte; sin embargo el apóstol Pablo habla de ser crucificados. Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos (Gá. 5:24). Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo (Gá.6: 14). Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mi; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gá.2:20).
La liberación de los traumas de la vida pasa por la crucifixión con Cristo. En ese lugar nada nos podrá traumatizar porque hemos soltado todas las cosas que nos ataban o puedan atarnos, habiéndolas crucificado en la cruz de Cristo. Ya no nos dominan. Pertenecemos a otro dueño. Y si en algún momento cualquier lazo o cadena pretende levantarse contra nosotros, traeremos nuestras cargas a Jesús, las soltaremos y quedaremos libres. Venir a la cruz es venir al equilibrio. Venir a la cruz es volver a morir para volver a resucitar. ¿Cuántas veces necesitaremos este camino, hasta siete? No te digo hasta siete, sino todas las que sean necesarias.
Muy interesante la orientación que describes apreciado hermano, solo decirte que es muy oportuno el énfasis planteado, para dar respuesta a tantos cristianos que consideran mas importante en el mensaje de la prosperidad, más no el mensaje de la cruz. Esto a consecuencia de que algunos Pastores, dan ese tipo de enseñanza a la congregación, aduciendo que como cristianos, como hijos de Dios, no estamos para pasar necesidades de escasés de toda índole, sino solo vivir en prosperidad. La verdad, son tiempos finales que hay que tener cuidado al respecto.
Bendiciones desde la mitad del mundo.
Holger.