La trascendencia de las palabras.
«La muerte y la vida están en poder de la lengua» (18:21). Toda la Biblia nos muestra la trascendencia que tienen las palabras. Dios creó el mundo por la palabra. Somos salvos por la confesión de nuestra boca y la fe del corazón. La lengua es un mundo de maldad que inflama la rueda de la creación, y es inflamada por el mismo infierno. Hay palabras como golpes de espada. Pero también nuestras palabras pueden ser medicina y salud. Todos pecamos de palabra. Por una misma fuente bendecimos a Dios y maldecimos a los hombres que están hechos a su semejanza.
Las palabras de los padres pueden bendecir a los hijos o maldecirlos. Podemos bien-decir o mal-decir. Una mala palabra escuchada repetidamente acaba formando fortalezas en la mente que dirigirá nuestras vidas en derrota.
Nuestras palabras forman imágenes y construyen el pensamiento. “Pues como piensa dentro de sí [considera en su alma, nota en LBLA], así es” (Proverbios 23:7). A menudo usamos palabras fabricadas que repetimos a nuestros hijos de manera mecánica sin darnos cuenta del daño que producen. Por ejemplo: “este niño es muy malo”. Esta expresión le afirmará más aún en la maldad. El niño acabará respondiendo a lo que se dice de él. “Eres un inútil y lo serás toda la vida”. Esto es como una profecía que pesará como una losa en su alma.
Un error muy común es la comparación con otros. “Que tonto eres hijo, mira a fulano que listo es”. Esto provocará la rivalidad, la envidia y el odio hacia sí mismo, hacia el padre y la persona con quién se le compara. Las comparaciones deforman la identidad personal. Somos personas individuales, únicas e irrepetibles, no soldaditos de plomo.
¿Qué debemos hablar a nuestros hijos? En primer lugar la verdad; la verdad acerca de sí mismo, lo que es y lo que no es. No debemos usar la amenaza, sino la persuasión. Debemos mantener la palabra dada. Cumplir las promesas por pequeñas que sean. Debemos hablar la verdad de Dios sobre sus vidas según Su palabra. Debemos valorarlos como parte del Reino de Dios, son imagen de Dios. Necesitamos transmitirles la revelación de Dios en cuánto al propósito de sus vidas, al menos hasta donde podemos comprenderlo y orar juntos para que Dios guie sus caminos.
La educación requiere determinación para llevarla a cabo. Precisa que los padres estén de acuerdo y no se contradigan delante de los hijos. Necesitamos actuar con valentía, al margen de nuestros sentimientos paternales, para encarar la desobediencia y rebelión de nuestros hijos. Debemos saber que han nacido con una naturaleza de pecado. Que viven en un mundo caído bajo la influencia de los poderes de las tinieblas y que la sociedad está orientada hacia la rebelión contra Dios y los principios de Su Reino. Debemos corregir con amor y firmeza, y presentarles el poder del evangelio para que ellos mismos sean transformados a la semejanza de Cristo.
Como padres necesitamos la gracia de Dios para recibir los recursos sobrenaturales y ser modelos ante nuestros hijos, según la voluntad de Dios. Eso requiere nuestra transformación continua y la de ellos a Su semejanza. Si aprenden a obedecer a sus padres tendrán más fácil obedecer al Padre de los espíritus. El hogar es el taller de formación.
No debemos permitir que el diablo nos robe nuestros hijos. Dios nos ha dado armas para esta batalla. Debemos orar, cubrir con la sangre de Jesús sus vidas para que sean guardados del mal. La educación no es un asunto de «suerte», si nos salen bien los hijos o malos. Debemos dirigir la vida de nuestros hijos en el camino de la verdad hasta que ellos mismos tomen sus propias decisiones. Enseñarles a vivir en victoria en cada uno de los desafíos que encontrarán en sus vidas.
Nuestros hijos son de Dios y para Dios (Romanos 11:36) (Salmos 139:13-16). Han sido llamados para servir a la justicia, no al príncipe de este siglo. Son escogidos en el vientre de la madre con un propósito eterno. Han sido santificados por la fe de sus padres (1 Corintios 7:14). Los padres somos mayordomos de Dios en relación a nuestros hijos. Somos los responsables de su integración en el Plan de Dios. Nuestra misión es cuidarlos, instruirlos y guiarlos en el camino de la verdad. Se requiere de los administradores o mayordomos que sean hallados fieles (1 Corintios 4:1,2) (Lucas 16:10).
Uno de los mayores enemigos de nuestra misión es la ausencia del padre en la casa. Un exceso de ocupaciones no es justificación para evitar nuestra responsabilidad. No podemos eludir la responsabilidad más importante de nuestras vidas. Recuerda, Dios dijo de Abraham: “Porque yo sé que mandará a sus hijos después de sí, que guarden el camino del Señor, haciendo justicia y juicio…” (Génesis 18:19). Como padres debemos oír las instrucciones de Dios y depender de Él para llevarlas a cabo con nuestros hijos.