5 – LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

Esperanza para la familiaDisciplina sobre la base del amor, no el temor o la represión.

Dios nos ama y nos disciplina. Está perfectamente expresado en Hebreos 12:5-8.”Y habéis ya olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo: Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos”. Es el modelo a seguir.

Dios es también amor, justicia, y santidad. Si el amor no está presente en la aplicación de la disciplina no producirá los resultados que se esperan, sino una provocación a la ira, el endurecimiento del corazón y por fin al alejamiento de la vida familiar. “La fe obra por el amor” (Gálatas 5:6). “Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten” (Colosenses 3:21).

El amor no es un concepto religioso, poético, humanista, ni tampoco un romanticismo de película americana. El amor es Dios mismo. Y ese amor lo ha derramado en los corazones de sus hijos (Romanos 5:5) para que sea su forma de vivir; donde Cristo, a través de Su Espíritu y la verdad de Su palabra, pueda actuar libremente en el gobierno del hogar.

El amor es la manifestación de Dios en nosotros cuando vivimos en el Espíritu, como padres y como hijos. Para entender bien el amor y no ser engañados por los esquemas de este mundo, miremos a Jesús. Para saber lo que es y lo que no es el amor, miremos a Jesús. Jesús es el amor de Dios manifestado en carne y viviendo como hombre en medio de las grandes contradicciones de la vida.

Para disciplinar correctamente se necesita fe y valentía, sabiduría y firmeza. Fe para depender de Dios y obedecer Su palabra. Valentía para hacer los cambios y ajustes necesarios con determinación en la estructura familiar. Sabiduría para separar el pecado de la persona. Y firmeza para no confundir los sentimientos paternales con la verdad que hará libres a nuestros hijos.

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