Definiendo los conceptos para aclararnos
Hemos dicho que cuando se usa la idea de conseguir, alcanzar, tener o cumplir nuestros sueños básicamente se está hablando de deseos o planes. La idea que subyace es alcanzar objetivos ideados de antemano, tener metas claras, un propósito por el cual vivir, en definitiva, estamos buscando el sentido de nuestra vida.
Lo nocivo de esta concepción para un hijo de Dios es que la argumentación está basada en el hombre, en su potencialidad, su capacidad para alcanzar la meta, lo cual nos reintroduce en el humanismo. Nos devuelve a la autosuficiencia y autodeterminación; en lenguaje moderno, ser dueños de nuestro destino. Lo cual es una adulteración de la vida cristiana, que en esencia es: Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mi; y lo que vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gá. 2:20). O en palabras del Maestro: El que quiere venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. (De ello hablaremos en nuestro próximo y último capítulo).
Podemos barnizarlo con el color de los evangelios o aderezarlo con algunos ingredientes de las cartas del apóstol Pablo, pero en su esencia, en su núcleo, estamos dentro de la esfera de lo que se opone a Dios desde el principio. En ese ámbito estamos de vuelta a los principios que operaron en los objetivos marcados por el hombre en la llanura de Sinar (cf. Gn. 11:2).
En aquel lugar se unieron todas las potencialidades humanas; tenían un objetivo aparentemente saludable, buenas intenciones; les movía la idea positiva de edificar. Se animaron unos a otros, consiguieron dejar sus individualidades para desarrollar una visión común; por un tiempo olvidaron sus diferencias, sus intereses partidistas para centrarse en el bien común; todo era aparentemente perfecto en su ejecución. Estaban determinados; pusieron en marcha principios básicos como tener una meta clara, estar decididos, trabajar juntos, unir sus capacidades; tenían un líder que los dirigía con mucho carisma, su nombre era Nimrod, hombre vigoroso, decidido, tenía las cualidades idóneas como buen director ejecutivo. Es innegable que la obra que estaba en marcha tenía todos los elementos necesarios para un éxito asegurado. Sin embargo, todo este proyecto con una apariencia tan atractiva contenía una semilla de cizaña que la hizo fracasar: no era la voluntad de Dios. El objetivo principal de la obra era la autodeterminación. Ser dueños de su propio destino. Aprovechar las condiciones que el Creador les había dado (tenían una sola lengua que permitía el entendimiento común) les llevó al abuso de esas mismas condiciones para alejarse del Creador y crear su propio gobierno mundial con un líder substituto del Hacedor. Dios mismo comprendió que eran capaces de hacerlo, que tenían las condiciones y las habilidades para llevarlo a cabo, por lo que su intervención fue para deshacer el nexo de unión; el lenguaje que los tenía unidos para fines contrarios a la voluntad de Dios fue el detonante de su dispersión y fracaso de la obra.
Este mismo modelo lo exportaron a todo lugar donde fueron. Se inició en Babel, en la llanura de Sinar, el origen físico de Babilonia que vino a ser el paradigma de la oposición a Dios y su revelación. De las semillas allí plantadas creció todo culto impulsado por la voluntad humana en colaboración con la serpiente antigua, el príncipe de este mundo, el padre de la mentira, el adversario de Dios. Recordemos que la voluntad de Dios para el hombre y la mujer desde el principio fue: fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla (cf. Génesis, 1:28). Después de la caída volvió a repetirla a Noé y sus hijos: y vayan por la tierra, y fructifiquen y multiplíquense sobre la tierra (Gn. 8:17). Bendijo Dios a Noé y a sus hijos, y les dijo: Fructificad y multiplicaos, y llenad la tierra (Gn. 9:1).
En lugar de ello se unieron en la llanura de Sinar para buscar su propio camino al margen de las ordenanzas de Dios. Es fácil saber quién estaba impulsando esa desobediencia aunque encubierta en una envoltura muy atractiva. No ha cambiado mucho la estrategia a lo largo de los siglos, ni hemos aprendido demasiado de los errores del pasado.
Resumiendo: Babel se inicio como el proyecto de un gobierno humano mundial bajo el liderazgo fuerte de Nimrod, que se levantó para señorear sobre los demás. Es el modelo repetido a lo largo de la historia del hombre. Dios nunca dijo que nos enseñoreáramos de otros hombres, sino de la creación animal, vegetal y los recursos de la naturaleza. Y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra (Gn. 1:28).
El sueño de Nimrod era ser grande, dominar sobre sus semejantes, crear un gobierno fuerte y totalitario, imponer su visión a los demás, aprovechar la fuerza de la unidad para sus propios fines expansionistas. Otro modelo repetido una y otra vez en nuestra dilatada historia. Este modelo también ha traspasado la cerca de muchas iglesias. Han entrado ladrones y salteadores, no por la puerta, sino por las cercas derribadas, para enseñorearse de la grey de Dios (cf. Jn.10:1). El mismo apóstol Pablo lo dijo al despedirse en su discurso a los ancianos de la iglesia. Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras de sí a los discípulos (Hch.20:29-30).
Después del fracaso de Babel, la revelación de Dios se centra en un hombre, Abram, habitante de ese mismo lugar, Ur de los caldeos. Una familia, Abraham y Sara, su simiente y descendencia. La familia de Isaac y Jacob. Un pueblo, el pueblo de Israel, a quienes les dio las promesas y los pactos. Y un Mesías, la simiente que había de venir, para alcanzar a todas las familias de la tierra con su bendición y propósito restaurador.
Pensemos en los modelos contrapuestos en la Biblia. Frente a Nimrod, hombre vigoroso y dominador, Dios levanta a Abraham, un anciano errante, extranjero y peregrino, sin morada fija, con una mujer estéril que amenaza con extinguir su familia. Sin embargo, la promesa y bendición de Dios le llevó a ser padre de la nación hebrea y de los creyentes de todas las naciones por la fe en Jesús.
Recuerda: el que se humilla será ensalzado, el que se enaltece será humillado. Dios le dio sueños a Abraham y a muchos de sus descendientes, como veremos más adelante, pero no como pensamos hoy, aunque siempre hay similitudes que hacen fácil la mezcla y difícil la separación.
Recordemos también ya ahora, que el diablo es el gran imitador y falsificador, que traspasa los límites cuando se le deja, y roba los tesoros del Reino para proyectarlos como luz pero con la simiente de oscuridad en su interior. Demasiados temores, pensarán algunos, muchas cautelas y ver dificultades en todas partes, gritarán otros. También hay los que aprovecharán tanta dificultad para mantener la pereza y pasividad. A menudo ponemos demasiados obstáculos, sí, pero todo se vuelve sencillo cuando comprendemos que si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vela la guardia (Salmos 127:1). No depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia (Ro. 9:16). No es con espada, ni con ejército, sino con su Santo Espíritu (Zacarías, 4:6). En definitiva, podemos edificar sobre heno, paja y hojarasca para que el fuego la queme; o edificar con oro, plata y piedras preciosas (cf. 1 Corintios 3:12-15). Pero sigamos que aún queda mucho por desarrollar.