Vayamos a las Escrituras
En las Escrituras tenemos la revelación de Dios a los hombres. La voluntad de Dios manifestada en la persona de Jesús. En ella encontramos mucho del conocimiento del hombre, de antropología; además de ayudarnos a discernir el mundo espiritual en sus dos vertientes: luz y oscuridad. La verdad de Dios aplicada debidamente pone equilibro al desequilibrio del hombre desde su caída en pecado.
Por ello, el hombre sabio viene a las Escrituras para encontrar revelación, luz, conocimiento, discernimiento; no debe venir para confirmar sus pensamientos, sus deseos, sus ambiciones, pretendiendo buscar el apoyo a sus pretensiones, filosofías o pensamientos preconcebidos para ratificarse en ellos y salir de esa búsqueda confundiendo sus deseos con la voluntad de Dios. La Biblia debe renovar nuestra manera de pensar para que no nos conformemos al esquema de este mundo, sino que seamos transformados en nuestro modo de ver las cosas, y podamos descubrir la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta (cf. Ro. 12:2).
Cuando no nos conformamos a las sanas palabras de la piedad, buscamos y bebemos de otras fuentes; cisternas rotas (diría el profeta Jeremías) que no retienen el agua. Si abandonamos la verdad revelada, abrimos nuestros corazones a la mentira, y si persistimos en ello sin arrepentimiento, Dios envía un poder engañoso para que creamos la mentira y quedemos atrapados en la esclavitud del error (cf. 2 Tes. 2:11,12). La historia del pueblo de Israel antiguo es nuestro espejo para aprender, no somos diferentes a ellos. Hubo un tiempo cuando los mismos israelitas dijeron a Jeremías que les iba mal por haber abandonado el culto a la reina del cielo, y que el motivo por el que habían llegado al deterioro, decadencia y necesidad de sus días era porque habían dejado de presentar esas ofrendas. Hasta ese grado de engaño podemos llegar. Leamos.
La palabra que nos has hablado en nombre de YHWH, no la oiremos de ti; sino que ciertamente pondremos por obra toda palabra que ha salido de nuestra boca, para ofrecer incienso a la reina del cielo, derramándole libaciones, como hemos hecho nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros príncipes, en las ciudades de Judá y en las plazas de Jerusalén, y tuvimos abundancia de pan, y estuvimos alegres, y no vimos mal alguno. Mas desde que dejamos de ofrecer incienso a la reina del cielo y de derramarle libaciones, nos falta todo, y a espada y de hambre somos consumidos. Y cuando ofrecimos incienso a la reina del cielo, y le derramamos libaciones, ¿acaso le hicimos nosotras tortas para tributarle culto, y le derramamos libaciones, sin consentimiento de nuestros maridos? (Jeremías 44:16-19).
El profeta Jeremías les enseñó que fue precisamente por abandonar los mandamientos de Dios y entregarse al culto pagano lo que los había llevado a esa situación de juicio y cautiverio. El pueblo estuvo tan obstinado en el error que se ratificaron en sus pensamientos contumaces. Tuvieron que pasar setenta años hasta que comenzaron a comprender la realidad de lo que estaba pasando.
Y habló Jeremías a todo el pueblo, a los hombres y a las mujeres y a todo el pueblo que le había respondido esto, diciendo: ¿No se ha acordado JHWH, y no ha venido a su memoria el incienso que ofrecisteis en las ciudades de Judá, y en las calles de Jerusalén, vosotros y vuestros padres, vuestros reyes y vuestros príncipes y el pueblo de la tierra? Y no pudo sufrirlo más JHWH, a causa de la maldad de vuestras obras, a causa de las abominaciones que habíais hecho; por tanto, vuestra tierra fue puesta en asolamiento, en espanto y en maldición, hasta quedar sin morador, como está hoy. Porque ofrecisteis incienso y pecasteis contra JHWH, y no obedecisteis a la voz de JHWH, ni anduvisteis en su ley ni en sus estatutos ni en sus testimonios; por tanto, ha venido sobre vosotros este mal, como hasta hoy (Jeremías 44:20-23).
También el apóstol Pablo nos enseña claramente que si hemos conocido a Dios y no le glorificamos como a Dios, ni vivimos reconociendo nuestra gratitud al que nos dio todo, sino que nos envanecemos en nuestros razonamientos y en lugar de adorar al Creador adoramos a las criaturas, nuestro intelecto, nuestra ciencia, nuestras visiones y sueños, acabamos entenebrecidos, nos volvemos necios, se apaga la luz de Dios y se encienden otras luces alimentadas por el espíritu humanista auto determinado a ser dueño de su propio destino. Cambiamos la gloria de Dios por imágenes mentales, vanas imaginaciones, fantasías, elucubraciones y sueños que nos llevan a dar culto a lo creado por nuestra propia concupiscencia. Llegados a esa situación, el apóstol nos dice claramente, repito, está escrito así, no lo endulcemos, no le pongamos papel de regalo, dice: «Dios los entregó a la inmundicia… Dios los entregó a pasiones vergonzosas… Dios los entregó a una mente reprobada para hacer cosas que no convienen» (Ro. 1:18-32). Preguntémonos: ¿no son estas una buena parte de las características de la sociedad que tenemos? Vayamos un poco más allá: ¿no es verdad que lo que llamamos iglesia, −en una proporción demasiado amplia−, está en la misma situación? ¿No es verdad que el adulterio, el divorcio, la fornicación, la pornografía, la promiscuidad sexual, la idolatría del ego, la idolatría de la realización personal, el afán por las riquezas y la vanagloria de la vida están presentes en la iglesia en niveles parecidos a los que se dan en aquellos que viven lejos de Dios? ¿No es verdad que está escrito que es necesario que el juicio de Dios comience primero por su casa? Sin embargo escuchamos a predicadores muy vistosos diciendo: «paz, paz y no hay paz. Disfrutemos, seamos felices, alcancemos nuestros sueños, no dejes que nadie te estropee un buen sueño, ser cristiano es una aventura de fe. Es un camino hacia el cumplimiento de los sueños de Dios para nuestras vidas. No se trata de concentrarte en qué hiciste mal en el pasado, sino en revisar constantemente cómo puedes mejorar». El arrepentimiento y la restitución han desaparecido de algunos púlpitos, todo es inflar el ego, llenarlo de palabras hinchadas y agradables al oído. «Vas a ser grande, Dios va a hacer grandes cosas con tu vida». ¿A que llamamos grande? ¿Qué cosas son esas? Si Dios lo ha dicho, correcto; pero si no lo ha dicho y son inventadas del propio corazón del predicador engañamos a la gente, los llevamos por un camino que conduce al desengaño. El profeta Jeremías y el profeta Ezequiel fueron predicadores muy negativos, dijeron cosas que alguna mega iglesia de hoy no soportaría ni un momento, pero adornamos sus sepulcros, le ponemos ribetes de oro a sus palabras y las interpretamos como nos da la gana. Tenemos comezón de oír, es decir, oímos lo que confirma nuestros intereses, pero desechamos lo que los perturba y amenaza.
Llegados aquí deberíamos leer el capítulo 23 completo del profeta Jeremías. Una vez acabado, pasarnos por el capítulo 34 del profeta Ezequiel. Después revisemos nuestras verdaderas motivaciones y pasemos nuestros sueños por el filtro de la verdad. Aún no hemos entrado en los textos que quería compartir en este capítulo, lo anterior es una introducción para ir abriendo apetito y despertar nuestras conciencias de obras muertas.
Decía que las Escrituras ponen equilibrio en nuestras vidas si realmente nos sometemos a ellas y dejamos que su acción opere en todo nuestro ser. Cuando nos hemos ido tan lejos de la verdad de Dios necesitamos un movimiento brusco, un golpe de timón para reorientar el rumbo si queremos regresar a la cordura de la fe; la fe sencilla y no sofisticada y mezclada; la fe en Dios y Su palabra y no en el hombre. Recuerda, otra vez es Jeremías: «maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de YHWH». El mismo profeta nos da el equilibrio: «Bendito el varón que confía en YHWH, y cuya confianza es JHWH» (Jer.17:5,7).