La corrupción del lenguaje
La salvación viene por el oír y confesar la palabra de Dios, el nombre de Jesús. La apostasía también viene por escuchar y hablar doctrinas de demonios (cf. 1 Tim.4:1). Jesús dijo: mirad, pues, cómo oís (Lc.8:18). La proliferación de medios de comunicación en nuestra generación nos han invadido con sus mensajes, y junto con ello hemos abandonado la meditación de las Escrituras, −las cuáles nos pueden hacer sabios para la salvación−, que nos ha llevado a aceptar los términos mercantilistas de la sociedad de consumo. Los hemos asimilados como propios, hemos recordado algunos textos bíblicos que se les parecen y los hemos pasado por la predicación del evangelio.
Un ejemplo de este deterioro lo tenemos en la proliferación de traducciones de la Biblia que se han hecho en los últimos años. En muchas de ellas más que traducir se ha interpretado, abandonando la precisión de las palabras por un lenguaje adaptado a la mente moderna, más digerible pero menos certera al origen del texto […]
Si estamos dispuestos a corromper las palabras de la Biblia con adaptaciones e interpretaciones que sean más manejables, qué no haremos con otros términos secundarios. El apóstol Pablo nos dice que: Si la trompeta diere sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla? Así también vosotros, si por la lengua no diereis palabra bien comprensible, ¿cómo se entenderá lo que decís? Porque hablaréis al aire… Pero si yo ignoro el valor de las palabras, seré como extranjero para el que habla, y el que habla será como extranjero para mí (1 Co.14:8-11).
Se ha hecho popular desde hace tiempo en las iglesias hablar de triunfar, tener sueños grandes, alcanzar nuestras metas, la auto realización, la auto estima, desarrollar nuestra potencialidad, visualizar grandes proyectos, ser famosos, impresionables e impactantes, soñadores, influyentes, tener éxito, ser prósperos. Todos ellos términos del mundo comercial, mercantilista, anclados en la vana manera de vivir y en la vanagloria de la vida, cuyo fundamento es el sistema de este mundo, gobernado por el príncipe de la potestad del aire, que opera en los hijos de desobediencia.
Claro que la Biblia habla de éxito y triunfo, de ser prósperos y alcanzar los objetivos, pero no bajo la conceptualización que hace el sistema mundano de ellos, sino según los patrones del Reino de Dios, donde la prioridad, primera y última, es hacer la voluntad de Dios, a la manera de Dios y con los medios de Dios. Las verdades del Reino no coinciden con los esquemas del príncipe de este mundo y la vanidad de la vida. Hemos mezclado los conceptos, desvirtuado los principios y confundido los objetivos. Iremos aclarando a lo largo de este capítulo lo que queremos decir.
Nuestra sociedad se ha especializado en los eufemismos (manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante). Para no asustar y esconder los verdaderos propósitos y fines la mayoría de políticos usan términos laxos para suavizar la verdad de los hechos. De esta manera tenemos que:
- Al aborto se le llama «interrupción del embarazo» o «derecho de la mujer a decidir».
- Matar ancianos cuando son inservibles se le llama «ley de cuidados paliativos».
- A la fornicación se le llama «parejas de hecho».
- A la mentira «libertad de expresión».
- A la injusticia «motivos de estado».
- Al egoísmo «realización personal».
- A la inmoralidad «libertad personal».
- A los padres «cónyuge A y cónyuge B».
La familia puede ser casi cualquier cosa menos un hombre y una mujer con sus hijos. El relativismo moral se ha instalado en todas las esferas de la vida. La promiscuidad sexual es un signo de modernidad y progreso ¿y somos tan ingenuos los creyentes para pensar que toda esta nube de humo que sube del abismo (Apc.9:1,2) no nos está influenciando, contaminando y debilitando en la firmeza de nuestra fe en la palabra eterna de Dios? ¿Creemos de verdad que una buena parte del brillo que vemos en muchos cultos no es más que contaminación aceptada como el viento del Espíritu? Vivimos en el mundo pero no somos del mundo. Amamos a las personas, familiares, vecinos y compañeros que nos rodean pero no podemos aceptar el falso culto a Baal y la vanagloria de esta vida y este mundo destinado para el fuego.
Cuando hablamos de cómo cumplir nuestros sueños, ser triunfadores, personas exitosas y realizarnos a nosotros mismos ¿lo hacemos desde el Espíritu de Jesús o desde el espíritu de este mundo? Cuando el fundamento de nuestra fuerza, lo que nos motiva y despierta es el deseo de ser grandes y reconocidos ¿estamos siendo guiados por el sentir que hubo en Cristo o tal vez por la soberbia de «seréis como dioses»?.
Hemos instalado en nuestro vocabulario términos grandilocuentes, palabras infladas como: «servir a Dios con excelencia». La palabra excelencia ha venido a ser un mantra; como «sueño, triunfar, éxito, realización, potencialidad». ¿Qué significa servir a Dios con excelencia? Sencillamente obedecer a Dios, su voluntad y su palabra. Solo hay una manera de servir a Dios con excelencia: obedecerle. Otra cosa es desobedecer. Sin embargo, usamos y abusamos de esta palabra como si fuera una excelencia hablar de excelencia. Se pone de moda emplear un término y lo repetimos como papagayos sin ton ni son. No sabemos bien lo que significa pero queda bonito, impresiona. Palabras infladas dijo el apóstol Judas. Perdonadme este agravio, que diría Pablo, pero parecemos «robots» queriendo impresionar a los poderes de este siglo. El mismo Pablo dijo a los corintios: cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado… y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (1 Co.2:1-5).
Este es otro ejemplo más de las concesiones que estamos dispuestos a hacer para caer bien, aunque es mucho más que eso, es avergonzarnos del evangelio y sus términos para congraciarnos con los impíos; no molestar a «los sabios» de este mundo y mostrar que también nosotros somos sabios según este mundo. Por ese camino hemos llegado a perder la fuerza de nuestro sabor; el olor de vida para los que se arrepienten y el olor de muerte para los que resisten el evangelio. Hemos cometido el mismo error que los israelitas en las generaciones posteriores a las de Josué y Caleb. Fueron dejando terreno sin conquistar; asimilando las formas de vida cananeas, adaptándose a ellas para acabar una y otra vez en la esclavitud por su desobediencia. El libro de los Jueces acaba con anarquía, cada uno hacía lo que bien le parecía. Todos tenían su propia opinión, todas ellas muy respetables, por supuesto, no quisieron ser diferentes al resto de los pueblos que los rodeaban. Se acomodaron a la buena vida, el hedonismo, el placer, comer, beber y divertirse. Practicar sexo como los demás, qué hay de malo en ello, el sexo es placentero; hasta los hijos de Eli, el sacerdote, lo comprendieron así y se entregaron con entusiasmo a aprovechar su posición de dominio sobre las multitudes para enriquecerse y beneficiarse de las mujeres crédulas que consentían en relaciones desordenadas.
Desgraciadamente muchos pastores han hecho lo mismo. Otros, como Samuel, han sido la nueva savia para restaurar el verdadero culto al Dios de Israel. Un espíritu profético surgió de las cenizas de las generaciones del libro de Jueces para entrar en el reinado de David (tipo del Mesías); después del reinado carnal de Saúl como respuesta a la «votación» mayoritaria del pueblo, que cansados de la anarquía quisieron la unidad de un líder que les llevara a la guerra como los demás pueblos. También de este tipo de liderazgo hemos tenido y tenemos en abundancia hoy.
La Biblia nos enseña que hay que conocer los tiempos para levantarnos del sueño (cf. Ro.13:11). Una buena parte de los tiempos que vivimos hoy son tiempos «para soñar». Soñamos hasta que despertamos y encaramos la dura realidad. Muy bien, hablemos de sueños.