Los últimos capítulos del libro de Génesis nos ofrecen el relato impresionante de la vida de José, sus sueños, la envidia de sus hermanos, su rechazo, vendido a los madianitas, sus tentaciones y luchas y la abundancia de la gracia de Dios que estaba con él en todo momento a pesar de la dureza de sus circunstancias. Su vida nos ofrece un cuadro con cierto paralelismo en la vida de muchos hijos de Dios de todos los tiempos, pero sobre todo es un tipo del Mesías, una prefiguración de Cristo en su muerte y resurrección.
La tradición cristiana siempre lo ha entendido así, sin embargo, quiero constatar un hecho que me parece relevante: a pesar de que la mayoría de sus hermanos estuvieron de acuerdo en venderle, −algunos lo que querían era matarle−, sin embargo, Dios no rechazó por ello al resto de la familia de Jacob, sino que usó a José para traerles provisión en tiempos de gran necesidad. Digo esto para combatir una vez más el argumento de que Dios desechó a los judíos porque estos a su vez habían rechazado al Mesías.
Para el patriarca Jacob, que había recibido la promesa de heredar la tierra de Canaán, fue una lucha tremenda comprender que era Dios quién les estaba guiando para que descendieran a Egipto. Por ello, el mismo Señor tuvo que venir a él en visiones de noche para hacerle comprender su propósito.
Y habló Dios a Israel en visiones de noche, y dijo: Jacob, Jacob. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: Yo soy Dios, el Dios de tu padre; no temas de descender a Egipto, porque allí yo haré de ti una gran nación. Yo descenderé contigo a Egipto, y yo también te haré volver; y la mano de José cerrará tus ojos. (Génesis, 46:1-7).
Antes de esto se había producido la reconciliación de José con sus hermanos, que había llegado a ser la mano derecha de Faraón. De esta forma se estableció en Egipto el pueblo que tenía las promesas dadas por Dios para ser el portador de la bendición a todas las naciones.
Sin embargo, las condiciones políticas cambiaron, se levantó otro rey que no conocía a José y menospreció la historia que había tenido lugar con la familia de Israel. El nuevo Faraón hizo de los hebreos un pueblo de esclavos y en ese tiempo nació Moisés (Hechos, 7:20).
El libro de Éxodo nos narra el proceso histórico que tuvo lugar hasta que el corazón de Faraón fue doblegado y dejó marchar a Israel; las plagas que vinieron sobre Egipto; la celebración de la Pascua y la señal de la sangre del cordero en los dinteles de las puertas (Éxodo 12:1-38).
Todo ello en cumplimiento de la palabra que le había dado a Abraham su siervo (Salmos, 105:42). Esa palabra la tenemos en Génesis y es un ejemplo más de cómo Dios dirige la Historia. Su palabra marca el rumbo a seguir y se cumple en el tiempo señalado por el Padre (Génesis 15:13-16).
Tenemos el mismo relato histórico narrado de forma magistral por Esteban en el libro de Hechos. Es un principio hermenéutico que la Biblia se interpreta a sí misma. Puedes leerlo en Hechos, 7:1-60.
Después de cruzar milagrosamente el Mar Rojo, y de las primeras quejas que se desataron en el pueblo, llegaron al monte Sinaí, donde Dios le iba a dar a Moisés las tablas de la ley, así como los estatutos para que los pusieran por obra en la tierra que iban a poseer. Dice la tradición judía que la Torah dada a Moisés era el contrato matrimonial que desposaba al pueblo de Israel con su Dios (Éxodo 19:1-8).
Aquí tenemos la formulación del pacto que Dios hizo con los hijos de Israel en el monte Sinaí. Israel aceptó este pacto y se constituyó en pueblo de Dios para vivir según los mandamientos de la Ley de Dios y ser el transmisor de la revelación divina a todos los pueblos de la tierra. Serían apartados para Dios como sacerdotes y gente santa; este llamamiento era para todo el pueblo, la congregación de Dios, un pueblo de su propiedad que iba camino de la tierra que recibiría como heredad para que en ella pusieran como fundamento de su convivencia los mandamientos de Dios.
Moisés recibió en el monte Sinaí las tablas de la Ley con los diez mandamientos, además de los estatutos y ordenanzas que regirían la vida del pueblo de Israel. También recibió el modelo del Tabernáculo que habían de construir en el desierto desde donde el Señor se manifestaría al pueblo y lo dirigía por sus caminos.
Pero pronto comenzó a manifestarse en la congregación el pecado de incredulidad y quejas que les llevó a construir un becerro de oro, y desmoronarse ante el desafío de entrar a conquistar la tierra. Por ello el juicio de Dios cayó sobre aquella generación que pereció en el desierto, excepto Caleb y Josué que tuvieron otro espíritu. Por cuarenta años anduvieron errantes en la aridez del desierto hasta que se levantó otra generación que dirigidos por Josué conquistaron la tierra prometida.
El cumplimiento de la promesa
La palabra que Dios le había dado a Abraham y su descendencia de ser herederos de la tierra prometida se cumplió en días de Josué, aunque nunca fue conquistada la totalidad de la tierra que Dios prometió a su amigo Abraham. Se repartió el territorio a las doce tribus de Israel y de esta forma se establecieron en Canaán. Sin embargo, quedaron muchos habitantes y pueblos de los amorreos sin expulsar que habitaron entre los hijos de Israel. Fueron hechos tributarios mientras las doce tribus andaban según la Ley de Dios, pero cuando comenzaron a apartase de los designios de Dios y se mezclaron y asumieron las prácticas idolátricas de los pueblos cananeos se convirtieron en esclavos y fueron oprimidos. Entonces clamaban a Dios y el Señor levantaba un libertador para traer refrigerio y restauración a su pueblo. Todo este proceso está narrado en el libro de los Jueces.
En los últimos capítulos del libro de Jueces (17-21), que hay que situarlos cronológicamente justo en los días inmediatamente después de la muerte de Josué y aquella generación que conquistó la tierra de su heredad, tenemos dos episodios que muestran dos graves pecados que pronto aparecieron en los hijos de Israel: la idolatría y la inmoralidad sexual. Lo que me llama la atención es que el tratamiento que se dio a estas dos manifestaciones pecaminosas y contrarias a la Ley de Dios no fue proporcional. Por un lado la idolatría que se inició en la casa de Micaía con la construcción de ídolos domésticos y que acabó instalándose en toda la tribu de Dan, no mereció la intervención de las otras tribus como en el caso de la concubina muerta de un levita de los montes de Efraín. El episodio tuvo lugar en la ciudad de Gabaa de Benjamín, donde hombres perversos quisieron violar al levita (homosexualidad) y acabaron violando a su concubina (fornicación) con tal brutalidad que murió. Ante esta maldad las demás tribus se unieron para castigar el crimen que desembocó en una guerra civil que casi extermina una de las tribus de Israel.
Hay cierto tipo de pecado que recibe el rechazo de la sociedad y otro que se instala con normalidad; entre este último está la idolatría, sin embargo, el pecado de tipo sexual en el pueblo de Dios recibe un tratamiento mucho más severo tanto en los pastores como en los creyentes. Con esto no estoy justificando la permisividad sexual que nos azota en esta generación, lo que digo es que somos muy duros en algunos casos con este tipo de conducta y sin embargo toleramos una inmensidad de ídolos en forma de ambición personal y levantamiento del yo, la avaricia del dinero y el poder, la codicia del éxito y realización de nuestros sueños, todas ellas manifestaciones de idolatría que se aceptan incluso como síntoma de bendición. A veces nos obstinamos en el error sin recordar que el profeta Samuel dijo: “pecado de idolatría es la obstinación” (1 Samuel, 15:23).
El pueblo de Israel muy pronto dio lugar a la idolatría en su forma de vida que convivió mezclada con los estatutos y la Ley de Dios. Recordemos la serpiente que Moisés hizo en el desierto (Números, 21:4-9), y que llegó a ser motivo de pecado más adelante, a quienes los hijos de Israel quemaron incienso y llamaron Nehustán; posiblemente el nombre de un dios-serpiente de Canaán (2 Reyes, 18:4). También el efod que mandó hacer Gedeón y tras el cual todo Israel se prostituyó vino a ser tropezadero para Gedeón y su casa (Jueces, 8:24-27).
Durante el tiempo que llamamos de los Jueces tenemos la historia conmovedora del libro de Rut. Comienza con una crisis que trajo hambre a la tierra y la salida de una familia de Belén de Judea para emigrar a los campos de Moab, un país vecino, donde las cosas al parecer iban mejor económicamente. Sin embargo, la tragedia se cebó con Noemí que en poco tiempo quedó viuda, perdiendo también a sus dos hijos ya casados con jóvenes moabitas. Decidida a regresar a Belén, fue acompañada por sus dos nueras, aunque una de ellas, Orfa, volvió a su tierra y sus dioses, mientras que la otra, Rut, tuvo la determinación de seguir con su suegra y declarar que: “no ruegues que te deje y me aparte de ti, porque a dondequiera que tu vayas, iré yo, y dondequiera que vivas, viviré. Tú pueblo será mi pueblo y tú Dios, mi Dios” (Rut, 1:16).
La joven Rut casó con Booz, pariente de Noemí, y ambos fueron los bisabuelos del rey David, de cuya descendencia nacería el Mesías. De esta forma la gentil Rut quedó unida al pueblo de los pactos y las promesas y al Dios de Israel. Su confesión de fe y su matrimonio con Booz la introdujo, (fue injertada podíamos decir), al pueblo y al Dios de Israel. De la misma forma, nosotros gentiles, quedamos unidos por nuestra fe en el Mesías a los pactos y la redención de Israel en la persona de Jesús.
Es muy interesante la historia de Israel y la manera como Dios establece la senda de este.
Gracias por recordar esta enseñanza hermano Virgilio.