EL EVANGELIO – 9

El evangelio (2)

El anuncio del evangelio

Este es el evangelio que debemos anunciar, bien basado en las Escrituras de los profetas y los apóstoles, así como centrado en la Persona y Obra de Jesús.

Todo ello responde a un plan predeterminado por Dios; porque la salvación pertenece a nuestro Dios (cf. Apc.7:10); y que ha sido manifestado en el cumplimiento de los tiempos para redimir a todos los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia. El apóstol Pablo nos da la secuencia que sigue el proceso del anuncio del evangelio hasta su aceptación, y nos dice que son hermosos los pies de los que anuncian las buenas nuevas. En Romanos 10 encontramos esa secuencia que podemos resumir en: ser enviados a predicar, oír el mensaje y creerlo, invocar el Nombre de Jesús y ser salvos.

¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas! Mas no todos obedecieron al evangelio; pues Isaías dice: Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio? Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios… Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación (Romanos 10:14-17 y 8-10).

El origen del evangelio es Dios; es El quién envía con la palabra del cielo para ser anunciada, creída e invocada. La palabra es Jesús mismo, por tanto se trata de invocar el Nombre de Jesús para ser salvo. El evangelio es una persona, creer en una persona e invocar su Nombre. Creer en Jesús no es un artificio mental sino una certeza interior, del corazón, donde se ha producido la revelación por el Espíritu de quién es él y la obra que ha realizado; por ello con el corazón se cree para justicia y con la boca se confiesa para salvación. Todo el tiempo es una obra de Dios; aunque haya colaboradores que anuncian la palabra enviada del cielo, es la acción de la palabra viviente en el corazón de la persona que la lleva a reconocer, más allá de su mente natural, el hecho de que Jesús ha muerto por sus pecados y resucitado para su justificación.

En los capítulos anteriores de la epístola a los Romanos hemos visto que el apóstol de los gentiles ha hecho una exposición amplia del evangelio que es poder de Dios para salvación. Ese evangelio desemboca en una invocación, la invocación de un Nombre, el Nombre que es sobre todo Nombre, el Nombre de Jesús. “Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en quién podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

Esta aparente simplificación contiene todo el consejo de Dios. Jesús es la plenitud de Dios, y la vida cristiana es el descubrimiento continuado de todas las riquezas de pleno entendimiento que hay en Cristo, en quién están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento. Descubrir la inmensidad de Cristo, que ahora habita por la fe en nuestros corazones, es ocuparse de la salvación; es crecer en la gracia y el conocimiento de todo lo bueno que hay en él. Por ello la invocación del Nombre de Jesús para ser salvos es el inicio de una nueva vida que debe ser descubierta y vivida con posterioridad.

Y él dijo: El Dios de nuestros padres te ha escogido para que conozcas su voluntad, y veas al Justo, y oigas la voz de su boca. Porque serás testigo suyo a todos los hombres, de lo que has visto y oído. Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre (Hechos 22:14-16).

Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo (Romanos 10:12,13).

Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, y el hermano Sostenes, a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro (1 Corintios 1:1,2).

Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo. Pero en una casa grande, no solamente hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para usos honrosos, y otros para usos viles. Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra. Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor (2 Timoteo 2:19-22).

Profeta MicaiasRecuerdo muy bien como se activó mi vida cristiana el día cuando invoqué el glorioso Nombre de Jesús. Fue en un culto de oración. Pasé todo el tiempo que duró la reunión invocando su Nombre, dándole gracias. Antes ya había leído las Escrituras, orado a Dios de diversas formas, me relacionaba con los hermanos, amaba al Señor, vivía cierto misticismo personal, hablaba a otros de Dios en sentido general, pero cuando invoqué Su Nombre desde lo hondo de mi corazón, dándole gracias, ese día noté en mi interior que algo nuevo había surgido, quise hablar a todo el mundo de Jesús, ese maravilloso Nombre que me había salvado.

Invocar el Nombre de Jesús no es una fórmula mágica; a veces usamos Su Nombre en vano, de forma mecánica y como vana repetición; pero cuando en nuestro corazón hay certeza y hemos comprendido la inmensidad de su gracia resumida en Su Nombre, entonces “le amamos sin haberle visto y en quién creyendo, aunque ahora no le veamos, nos alegramos con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de nuestra fe que es la salvación de nuestras almas” (1 Pedro 1:8-9).

A menudo el reconocimiento de nuestros pecados viene después de haber invocado su Nombre para salvación. La consciencia de nuestra separación de Dios, de la ira venidera y del justo juicio de Dios se hace palpable cuando hemos oído lo que Jesús ha hecho en la cruz y por qué. Fue lo que les ocurrió a las tres mil personas que se convirtieron en la primera predicación del apóstol Pedro. Después de relacionar el día de Pentecostés con lo dicho por el profeta Joel, acabó su primera parte del discurso citando las palabras del profeta: “Y todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo”. Luego se compungieron de corazón y dijeron: “¿Qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”. Pablo le dijo a Timoteo que se aparte de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo. Él mismo lo había experimentado cuando se le dijo: “Lava tus pecados invocando su nombre”.

La fe en Jesús se hace eficaz por el conocimiento de todo el bien que está en vosotros por Cristo Jesús (cf. Filemón 6). La vida cristiana viene a ser un descubrimiento progresivo de la plenitud que hay en Cristo y de la cual hemos sido hechos partícipes. Cuando cantamos: “queremos más de Ti”, deberíamos decir: “queremos descubrir lo que ya tenemos en Ti”. Ese descubrimiento viene por revelación del Espíritu, no es en primer lugar una experiencia externa con manifestaciones de cualquier tipo, sino más bien un correr el velo de nuestra mente y espíritu para tener un mejor conocimiento de él. Esta es la oración de Pablo por los efesios (cf. Efesios, 1:15-20). Descubrir la inmensidad de Cristo, la plenitud de Cristo, era la meta más elevada del apóstol Pablo.

Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por  basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos (Filipenses 3:7-11).

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