Levantaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra (Salmos 121:1).
La vida terrenal nos atrapa. Contiene preocupaciones suficientes como para mantenernos subyugados. Nuestra mirada está perdida en lo material. Las grandes ciudades ni siquiera nos dejan ver las estrellas, ni la puesta del sol. No tenemos panorámica global, solo un desenfreno irrefrenable de correr, estar ocupados, entretenidos, fascinados por el brillo de las imágenes que discurren a una velocidad vertiginosa todo el tiempo ante nuestros ojos. En medio de esa «cárcel» una mirada a lo alto, a los montes, más allá de lo que nos circunda, puede ser libertadora. Muchos escogen esa vía para oxigenarse y volver a la rutina una semana más. La naturaleza puede ofrecernos una salida para recuperar la calma y el sosiego. Sin embargo, nuestro hombre no se queda en las montañas. Su socorro no viene de allá, sino del Señor, que hizo las montañas, los cielos y la tierra. Pone su mirada en el Altísimo. Las religiones colocan sus lugares altos en cimas montañosas. Convierten en idolatría la naturaleza. Adoran esos lugares impresionantes. Jesús tuvo una conversación sobre montes con una mujer samaritana. Le dio una revelación extraordinaria. La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque ciertamente a los tales el Padre busca que le adoren. Dios es Espíritu, y los que le adoran deben adorarle en espíritu y en verdad (Juan 4:23,24). Traspasar el ámbito físico y penetrar a los lugares celestiales es alzar nuestros ojos, poner nuestra mirada en las cosas de arriba, donde nuestra vida verdadera está escondida, con Cristo, en Dios.
Padre, alzamos nuestra mirada a ti. Tú eres nuestro socorro. Amén.