Es el acto de dar permiso o consentir. Es un relajamiento de los valores morales; un decaimiento y pérdida de los principios del Reino de Dios frente a una sociedad relajada moralmente. Es una conciencia debilitada que justifica los actos pecaminosos en nombre de la tolerancia humanista y el engaño del modernismo progresista. La permisividad es, en términos bíblicos, darle lugar al diablo, a la carne y al sistema mundano, consciente o inconscientemente.
La operación de este enemigo en la congregación de nuestro tiempo nos conduce al «sin-sabor»; al debilitamiento espiritual y de la credibilidad; a la pérdida de nuestros objetivos de ser luz y sal de la tierra; a la vergüenza y el escarnio de la misma sociedad por haber perdido el sabor y la función dada por Dios. Por último somos desechados por el Señor mismo.
Buena es la sal; mas si la sal se hiciere insípida, ¿con qué se sazonará? Ni para la tierra ni para el muladar es útil; la arrojan fuera. El que tiene oídos para oír, oiga (Lucas, 14:34-35). Por fortaleza te he puesto en mi pueblo, por torre; conocerás, pues, y examinarás el camino de ellos. Todos ellos son rebeldes, porfiados, andan chismeando; son bronce y hierro; todos ellos son corruptores. Se quemó el fuelle, por el fuego se ha consumido el plomo; en vano fundió el fundidor, pues la escoria no se ha arrancado. Plata desechada los llamarán, porque el Señor los desechó (Jeremías, 6:27-30).
La permisividad o inmoralidad desenfrenada conduce finalmente a una nación a su propia destrucción. Nuestra sociedad está atacada por esta plaga, por tanto, el Señor requiere un pueblo dispuesto para sazonarla y protegerla de la putrefacción.
La palabra revelada de Dios tiene la respuesta para cada desorden que azota a la sociedad y a la iglesia en cada generación. La respuesta de Dios para vencer la maldad es una naturaleza nueva que produce una vida de santidad verdadera y bíblica.
Primero. Una naturaleza nueva. Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia (2 Pedro, 1:3-4).
En Cristo hemos sido hechos santos, es decir, apartados para Dios como propiedad suya. Nuestra posición ante Dios, en Cristo, es de santificados por la sangre de Jesús. Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención; para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor (1Co.1:30-31). Y esto erais algunos; más ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios (1Co.6:11).
Segundo. Una vida de santidad verdadera y bíblica. Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado; como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; si no, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación (1P. 1:13-19).
En el nuevo nacimiento hemos recibido el germen de una vida santa. La naturaleza santa de Dios. Esa vida produce, de forma natural, unos resultados que se traducen en una nueva manera de vivir. Y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad (Efesios, 4:24).
El embrión de la vida de Dios en nosotros debe crecer y alcanzar cada área de nuestro ser. Cada pensamiento, sentimiento, deseo, cada palabra, acción, hábito y costumbre; para llevarlo a una transformación completa en Jesús. Esta verdad que aparece ante nosotros como una especie de utopía, no lo es, es la verdad revelada de Dios y el propósito eterno del Padre para con sus hijos. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó (Romanos, 8:29-30).
Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor (2Corintios, 3:18). Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará (1Tesalonicenses, 5:23-24).
Así, pues, tenemos lo que se ha dado en llamar una santificación posicional delante de Dios, y una santificación progresiva en nuestras vidas cotidianas.
El concepto de santificación está muy deteriorado y deformado en nuestra sociedad, sobre todo, por la tradición religiosa que arrastramos. Podemos concretar lo que es la santidad bíblica viendo algunos ejemplos resumidos.
- Es saber hacer lo bueno y hacerlo (Stg.4:17).
- Es separar lo precioso de lo vil (Jer.15:19).
- Es obedecer a Dios y resistir al diablo (Stg.4:7)
- Es no conformarse al sistema de este mundo (Ro.12:2).
- Es vivir lleno del Espíritu Santo (Ef.5:18).
La permisividad y el relajamiento moral del presente siglo se combate y se derrota desde una posición firme en Jesús; donde Dios nos ha colocado y se ha comprometido a guardarnos sin macha y sin caída, presentándonos delante de Él con gran alegría, como nos dice Judas 24.
Habiendo nacido de nuevo y recibido una naturaleza santa estamos en condiciones de vivir en victoria sobre las contaminaciones de este mundo. Esa fue la oración de Jesús por nosotros: No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal (Juan, 17:15). Amén.