Los hijos de condenación (CXXII) – Jezabel (7)
Pasadas estas cosas, aconteció que Nabot de Jezreel tenía allí una viña junto al palacio de Acab rey de Samaria. Y Acab habló a Nabot, diciendo: Dame tu viña para un huerto de legumbres, porque está cercana a mi casa, y yo te daré por ella otra viña mejor que ésta; o si mejor te pareciere, te pagaré su valor en dinero. Y Nabot respondió a Acab: Guárdeme YHVH de que yo te dé a ti la heredad de mis padres (1 Reyes 21:1-3)
Pasadas estas cosas. ¿Qué cosas? El capítulo anterior narra una victoria aplastante del rey de Israel sobre Siria. En un solo día mataron a cien mil hombres de a pie (20:29). Luego la falsa piedad del rey Acab le hizo cometer un error de cálculo, perdonando la vida de su enemigo, el rey de Siria, a quién el Señor había declarado anatema (20:42). Estaba en juego la credibilidad del Dios de Israel frente a la soberbia de los dioses de Siria, que habían desafiado a Acab con el argumento de que los dioses de ellos son dioses de los montes, pero si peleaban contra ellos en la llanura los vencerían (20:23).
La batalla fue desigual. Acamparon los hijos de Israel delante de ellos como dos rebañuelos de cabras, y los sirios llenaban la tierra (20:27). El Señor dio la victoria a Israel a pesar de Jezabel. Una victoria inesperada por Acab que le llevó a cometer el error de pensar que la victoria era suya y podía disponer de su enemigo según su parecer, pero la victoria era del Señor y sus demandas claras.
¡Qué fácil es apropiarse de la victoria de Jesús en la cruz del Calvario pretendiendo que podemos disponer de ella a nuestro antojo! La gloria es de Dios. Nuestra la obediencia. El rey Acab fue reprendido por uno de los profetas (había más profetas que Elías, aunque él pensaba haber quedado solo) por el exceso de actuar al margen de la voluntad de Dios, y recibió la sentencia: Por cuanto soltaste de la mano el hombre de mi anatema, tu vida será por la suya, y tu pueblo por el suyo (20:42).
Entonces el rey de Israel se fue a su casa triste y enojado. Llegando a Samaria, capital del reino, tuvo un antojo. La mezcla de alegría por la victoria inesperada, y la reprensión por su desobediencia, produjo en él un deseo carnal de poseer lo que no era suyo.
Un exceso de autoridad mal entendida le llevó a calcular que podía entretenerse, −para olvidar sus penas−, con un trabajo en el jardín de su casa. Ideó un plan para estar ocupado y no pensar, distraerse con un hobby olvidando las tareas cotidianas del reino. En su mente infantil y caprichosa no contaba con la determinación de un hombre sencillo que valoraba, y mucho, la heredad de sus padres.
Las victorias que no cuestan mucho pueden darnos un falso concepto de nosotros mismos que nos lleve a caprichos y excesos de autoridad nocivos.