10 – LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

Esperanza para la familiaLa segunda generación de creyentes.

Tanto en las Escrituras como en la historia de la iglesia encontramos la diferencia entre una primera generación de creyentes, pioneros, que abren camino con mucho tesón, esfuerzo y entrega, para dar paso a una segunda generación que se encuentra con buena parte del trabajo hecho y se relajan en sus comportamientos para dar lugar a la influencia del sistema de este siglo, siendo contaminados en gran medida, apartándose de la firmeza de la fe de sus padres.

Esto lo vemos con toda claridad en la generación de Josué que conquistó la tierra de Canaán, viniendo después una segunda generación que se dejó invadir por las costumbres de las naciones vecinas y esto vino a ser motivo de alejarse de la voluntad de Dios, cayendo en la asimilación y el juicio de Dios. Lo vemos también en la generación del rey David, una generación de luchadores y guerreros que ganaron muchas batallas y se extendieron en la heredad de Dios, para dar paso a la generación de Salomón con un tiempo de paz y prosperidad que acabó relajándoles tanto que en sus últimos días dieron lugar a la idolatría, el despilfarro, los impuestos abusivos, etcétera.                               

En la vida de las familias de creyentes lo vemos a menudo también. Los padres que se convierten al evangelio con un cambio de vida manifiesto, que educan a sus hijos en los principios del reino de Dios, pero que muchos de ellos acaban siendo faltos de firmeza en la fe y se dejan contaminar por todas las influencias de este mundo contrario a la cosmovisión de las Escrituras. Abandonan las disciplinas de la oración y el estudio de la verdad, se adaptan a los entretenimientos mundanos, mezclados con las actividades de la iglesia, para dar lugar a una gran debilidad en la fe.

En este asunto debemos ser honestos y decir también que gran parte de los fundamentos de esa futura debilidad aparecen ya en los últimos tiempos de la generación de los padres. En el caso de la generación de Josué dejaron muchos enemigos alrededor de ellos sin expulsar que pronto se levantaron para oprimirles. Las generaciones no se pueden dividir con total exactitud puesto que siempre se mezclan y hay un proceso de continuidad, pero sí observamos una constante que se repite a menudo: padres firmes, hijos flojos. Cada generación tiene que encontrar su lugar en la batalla que hay que librar siempre en la fe.                               

También es importante decir que los hijos pueden y deben heredar la fe de sus padres como algo natural vivido en casa. Aunque los hijos no puedan especificar el momento exacto de su conversión porque siempre han convivido con la fe. Las Escrituras y la congregación han formado parte habitual de su desarrollo de manera cotidiana, y no han tenido ocasión para una ruptura evidente, un antes y un después, si no que viven la fe de sus padres de forma natural, asimilan sus contenidos y heredan la fe que llega a ser suya por propia convicción y aceptación, aunque no puedan dar un testimonio tan dramático como el de los drogadictos o delincuentes. Sin embargo, comprenden su necesidad de redención por la obra de Jesús y pasa a ser parte de ellos como un proceso gradual pero evidente.                

Recuerda que Pablo habló de la fe de Timoteo como una fe que había habitado en su abuela Loida y en su madre Eunice y dijo, «estoy seguro que en ti también» (2 Timoteo 1:3-5). Aquí tenemos tres generaciones de creyentes con una misma fe. Timoteo la había heredado de su madre y su abuela. Lo único que el apóstol tuvo que decir al respecto es que la avivara, que avivara el fuego del don de  Dios («la fe»,  Efesios 2:8) que estaba en él y que el ministerio carismático de Pablo había liberado en una nueva dimensión en su vida, pero era la fe sus padres (2 Timoteo 1:6).                     

Por otro lado, ¿quién puede decir con exactitud cuando nació de nuevo? En ocasiones podemos hablar de un proceso que nos condujo a ciertos momentos especiales donde Dios obró en nuestros corazones, pero no podemos determinar con exactitud el momento cuando nacemos, solo Dios lo sabe, nosotros vivimos sus resultados. Tenemos a veces ciertos moldes religiosos o métodos  para decir que una persona es salva cuando levanta su mano en un culto o recita una oración, sin embargo, en muchas ocasiones esos momentos no tienen nada que ver con nuestra conversión real, si no con los sistemas que aplicamos de forma mecánica. La vida de Dios no es mecánica, ni se produce por el deseo de un predicador fogoso o atrevido, sino en el silencio del corazón del hombre ante su Dios. «El viento sopla de donde quiere y oyes su sonido; pero no sabes de donde viene, ni a donde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu» (Juan 3:8).

Para concretar algunas soluciones al desafío que representa  transmitir la fe a nuestros hijos diremos lo siguiente.                                   

«El amor cubre…»  (1Pedro 4:8). Nuestra salvación tiene su base en el amor de Dios (Juan 3:16). Lo que nos ha cautivado y rendido es la manifestación de Su amor, que siendo pecadores, Cristo murió por nosotros (Romanos 5:8). El amor del padre hacia el hijo pródigo es conmovedor y restaurador a pesar de los defectos y el individualismo del hijo. Debemos recordar que como padres, el amor hacia nuestros hijos es la mejor predicación, y ese amor se puede manifestar diariamente de muchas formas. El amor es eterno y alcanzará a nuestros hijos aunque durante algún tiempo no entiendan ni manifiesten reciprocidad a ese amor y abnegación de los padres. El amor tiene que ver con decirles la verdad, no con sentimentalismos que producen debilidad y consentimiento.                           

«La palabra de verdad» (Juan 8:31-32). Jesús dijo a sus discípulos que si permanecían en su palabra, serian verdaderamente sus discípulos, y conocerían la verdad y la verdad les haría libres. El Maestro les había dado la palabra del Padre, nosotros debemos darles a  nuestros hijos la palabra de verdad que hemos recibido de Dios. Debemos enseñarla con el ejemplo y de viva voz, dedicando tiempo a la enseñanza en casa y poniendo a su disposición oportunidades para su formación a través de otros hermanos del Cuerpo de Cristo. Después los discípulos la recibieron. Nuestros hijos deben recibirla también para que sea parte de ellos y esa verdad les haga libres en un mundo de vanidad y pecado.           

«Deben nacer de nuevo» (Juan 3:1-7). Si realmente han recibido la palabra de Dios en sus corazones, el evangelio de nuestra salvación, han nacido de nuevo, porque es la palabra la que engendra en nosotros la vida de Dios. El texto de 1Pedro que hemos estudiado ampliamente termina con estas palabras: siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Porque: Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (1 Pedro 1:23-25).

«No os conforméis a este siglo» (Romanos 12:2).  Mientras vivan en  nuestra casa los hijos deben andar según la enseñanza de los padres, no según las costumbres del sistema de este mundo. Hoy está de moda, por ejemplo, que cuando los hijos tienen novia van a dormir a  casa de los padres y hacerlo en la misma habitación, es decir, a fornicar ante la indolencia y conformismo de los padres. Debemos impedirlo, lo contrario que hizo Eli con sus hijos, no les estorbó cuando eran causa de pecado para el pueblo y fue reprendido por Dios  a través del joven Samuel (1 Samuel 2 y 3). Otra práctica moderna son las parejas de hecho, vivir juntos sin estar casados y esto con la aprobación o consentimiento de los padres, ni siquiera los hemos estorbado. De esta forma normalizamos la fornicación en la sociedad. No debemos conformarnos al esquema de este mundo.

El desafío de la educación o la transmisión de la fe a nuestros hijos es una combinación de todo lo que hemos visto aquí, y mucho más que podemos decir, pero creo que lo mencionado es suficiente para tener una resolución y determinación en comprender nuestra responsabilidad como padres y ver en su justa medida la responsabilidad individual de nuestros hijos. Nuestras vidas  restauradas deben alcanzar también una restauración y reconciliación con nuestros hijos cuando sea necesario.

Siempre hay esperanza para reparar el tiempo perdido. Vivimos tiempos peligrosos (2 Timoteo 3:1ss.) y una de las manifestaciones de esos tiempos es la desobediencia generalizada de los hijos, la ingratitud, vidas sin afecto natural. El profeta Malaquías nos habla de un tiempo cuando Dios hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres (Malaquías 4:6).

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